Francisco o el paradigma de la “mundanidad espiritual”

Una reflexión sobre la figura de Jorge Mario Bergoglio 

Papa Francisco

Redacción Religión

Publicado el

8 min lectura

Artículo de  Roberto Esteban Duque  

Era la festividad de San Mateo. Bergoglio admite que él, al igual que el recaudador de impuestos, experimentó durante este encuentro a Jesús “ofreciéndole misericordia y eligiéndolo”. En la vigilia de su ordenación, compuso su credo personal: “Creo en mi pasado, que quedó cautivado por la mirada de amor de Dios, y el primer día de primavera, el 21 de septiembre, me condujo a un encuentro para invitarme a seguirlo”. Tras su ordenación sacerdotal, recordaba con gratitud su hora de anunciación personal cada año, celebrando la Misa de Pascua en la iglesia donde se le reveló su vocación. Y al convertirse en obispo, eligió como lema las palabras del Venerable Beda Miserando atque eligendo”, impresas en su escudo de armas papal.

Roberto Esteban Duque

El 7 de marzo de 2013, el arzobispo Jorge Mario Bergoglio pronunció un discurso que cambiaría su vida y la de la Iglesia. Ese día, este personaje eclesiástico relativamente desconocido habló ante los cardenales que estaban a punto de elegir al sucesor de Benedicto XVI. El entonces cardenal Bergoglio expuso su visión de la Iglesia: “El próximo Papa debe ser un hombre que, desde la contemplación y la adoración de Jesucristo, ayude a la Iglesia a salir a las periferias existenciales”. Bergoglio instó a la Iglesia a ser misionera, a salir de sí misma hacia los márgenes. La alternativa era una autorreferencialidad “perversa” encapsulada en un aparente neologismo teológico: “mundanidad espiritual”. Su audiencia encontró esta visión tan inspiradora que lo eligieron Papa seis días después.

Como el Papa “de los confines de la tierra”, Francisco prestaría especial atención a las periferias tradicionales de la Iglesia católica, geográfica, cultural y existencialmente. El énfasis de Francisco en acercarse a los marginados, mostrado tanto en su enseñanza como en sus acciones, es quizás la característica más notoria de su pontificado, destacando la necesidad de llegar a los demás y de promover una cultura del encuentro: “la Iglesia debe salir de sí misma” y fomentar una “cultura del encuentro” con los demás. La idea esencial de esta misión es el reconocimiento de que “todos tienen algo en común con nosotros: son imágenes de Dios, son hijos de Dios”. El enfoque teológico del papa Francisco en el diálogo y el encuentro presenta una hermenéutica para interpretar y hacer realidad la visión de la Iglesia establecida por el Concilio Vaticano II. En este sentido, está en deuda con los teólogos que precedieron y moldearon el Concilio, especialmente con aquellos que enfatizaron un retorno a las fuentes cristianas primitivas, un movimiento conocido como “ressourcement”.

Francisco toma prestada la expresión del referente teológico jesuita francés del siglo XX: Henri de Lubac. El libro “Soldados de Dios en un mundo secular”, de Sarah Shortall, documenta cómo la agitación política de ese siglo impulsó gran parte del ministerio teológico de De Lubac. La obra maestra eclesiológica del jesuita francés, “El esplendor de la Iglesia”, refleja ese compromiso, sin encubrir la desfiguración eclesial: si “la mundanidad espiritual invadiera la Iglesia”, el resultado sería “algo infinitamente más desastroso que cualquier mundanidad de orden puramente moral”. De Lubac toma la idea de Anscar Vonier, un abad benedictino que en 1935 escribió “El Espíritu y la Novia”, una obra que corrige las eclesiologías excesivamente jurídicas reinantes en los manuales teológicos de la época. Es en este contexto que Vonier define la mundanidad espiritual como “la renuncia práctica a la ultramundanidad”, basando los estándares eclesiales “no en lo que es la gloria del Señor, sino en lo que es el beneficio del hombre”.

El Papa siempre denunció este antropocentrismo moderno, conducente al “relativismo práctico” y a la “prioridad de la conveniencia inmediata”, que produce la “globalización de la indiferencia”, una dinámica cultural nombrada en Laudato Si’, capaz de eclipsar el audiens, el escuchar “tanto el clamor de la tierra como el de los pobres”, un antídoto contra el “yo amortiguado” contemporáneo. Esta “perspectiva enteramente antropocéntrica” empuja a la Iglesia a juzgar su actividad con criterios exclusivamente humanos, la aprisiona dentro de lo que Charles Taylor denomina el “marco inmanente” que caracteriza nuestra era secular. En el lenguaje ignaciano de Francisco, significa vivir no ad majorem Dei gloriam, sino ad majorem sui gloriam. Inspirado por la crítica de la modernidad de Romano Guardini, Francisco identifica el “paradigma tecnocrático” como la principal amenaza para la casa común. Este paradigma reduce el mundo a un objeto que uno puede controlar y manipular a su voluntad. La encíclica Laudato Si’ trazó una visión “conciliar” evidente: una Iglesia que escucha a Cristo y cuya misión no conoce límites, capaz de ofrecer una alternativa al antropocentrismo tecnocrático moderno y cuyo propósito fundamental es la glorificación de Dios.

El diagnóstico de Francisco sobre la mundanidad espiritual ofrecerá un condenatorio autoexamen para quienes trabajan en la Iglesia. Cuando advierte contra este peligro, suele dirigirlo a sacerdotes y religiosos; el arribismo eclesial, las pretensiones de superioridad y el narcisismo son ejemplos especialmente flagrantes. Sin embargo, la mundanalidad espiritual se infiltra en todas las facetas de la vida eclesial. En ningún otro ámbito la mundanalidad espiritual ha causado más daño que en los atroces encubrimientos de abusos sexuales que buscaban preservar la institución por encima de la verdad y la reputación por encima de las víctimas.

La convención egoísta, en lugar de la gloria de Dios, establece los estándares en todos estos casos. La autorreferencialidad de la mundanalidad espiritual -“una Iglesia que vive dentro de sí misma, de sí misma y para sí misma”- adormece la capacidad de conversión, deforma a la Iglesia, la doblega incurvatus in se, en expresión de san Agustín, en una libido dominandi que restringe la capacidad de receptividad hacia la gracia. Dios se convierte en un objeto para controlar en lugar de una invitación a “expropiarse” a uno mismo en una comunión de gracia, como afirmara el teólogo jesuita norteamericano Avery Dulles. Reduce a la Iglesia a una simple asociación voluntaria que necesita atender las preferencias personales. Produce una fatuidad eclesial agotada que raya en una apostasía funcional.

Quizás en ningún otro lugar las palabras de Francisco sobre la mundanidad espiritual sean más importantes que en el Sínodo sobre la Sinodalidad. En todo el espectro ideológico, persiste la tentación de interpretar el sínodo desde una perspectiva mundana espiritual: los comentaristas rivalizan por determinar qué bando es el ganador, qué enseñanzas deben minimizarse o reafirmarse con mayor fuerza, qué significado tiene cada frase, quién merece qué poder. Lamentablemente, la “teología de equipo” dicta la mayoría de los comentarios sinodales. La angustia plaga a todos los bandos, delatando un pelagianismo eclesiológico que asume que la Iglesia necesita ser reconstruida o protegida. La consiguiente reducción de la Iglesia a una mera estructura de poder tipifica la mundanidad espiritual, a medida que las cuestiones eclesiales sucumben a los cánones de la política partidista y de identidad. Se olvida cómo la sinodalidad puede conformar a los creyentes a Cristo, glorificar a Dios y promover una Iglesia de servicio. Reina la autorreferencialidad.

El propio Francisco se centró en esta tentación en la asamblea del Sínodo de octubre de 2023. Al comienzo, entregó a todos los participantes una selección de sus escritos titulada “Santos, no mundanos: La gracia de Dios nos salva de la corrupción interior”. En medio de esos actos, arremetió contra los males de la mundanidad. El clericalismo, a menudo en forma de eclesiasticismo, representa un síntoma. La deformación de la Iglesia en un “supermercado de salvación” representa otro. El título mismo de Santi, non mondani captura la solución del papa Francisco a la mundanidad. La batalla contra la mundanidad “tiene un nombre: se llama santidad”. Las batallas sobre la sinodalidad deberían ser batallas sobre la santidad si el sínodo ha de representar algo más que un ejercicio espiritualmente mundano.

Francisco, en su homilía final al concluir la asamblea, exhortó a la Iglesia, primero, a recuperar “el asombro de la adoración, la maravilla de la adoración”, un reconocimiento gozoso de que “la forma en que Dios actúa es siempre impredecible, trasciende nuestro pensamiento”. Segundo, llamó a la Iglesia a orientarse hacia la pobreza del servicio, “lavar los pies de la humanidad herida” y “salir con amor al encuentro de los pobres”, articulando así el verdadero objetivo del sínodo: “adorar a Dios y amar a nuestros hermanos y hermanas con su amor, esa es la gran y perenne reforma”. Estas dos llamadas encuentran su unidad en Cristo, el adorador perfecto y el siervo perfecto, el único fundamento firme de la reforma eclesial.

El papa Francisco estuvo comprometido con el desarrollo continuo del diálogo interreligioso. Resume su perspectiva en Evangelii Gaudium: “Una actitud de apertura en la verdad y el amor debe caracterizar el diálogo con los seguidores de religiones no cristianas”. Esta actitud se extiende también a las personas sin religión. En una homilía malinterpretada a los empleados del Vaticano en la residencia Domus Santa Marta, dijo: “El Señor nos ha redimido a todos con la Sangre de Cristo: a todos nosotros, no solo a los católicos. ¡A todos! 'Padre, ¿los ateos?' Incluso los ateos... Somos creados hijos a semejanza de Dios y la sangre de Cristo nos ha redimido a todos”. En lugar de representar una desviación de la enseñanza católica, esta declaración sigue el desarrollo de la teología de De Lubac a través del Concilio Vaticano II y los numerosos movimientos ecuménicos contemporáneos. A su vez, De Lubac, siguiendo el ejemplo de los Padres y los principios de Santo Tomás, afirma “que la gracia de Cristo es de aplicación universal, y que ninguna alma de buena voluntad carece de los medios concretos de salvación”. Esto no disminuye la dependencia de la unidad de toda la humanidad de la existencia y el continuo crecimiento de la Iglesia católica. Solo en la Iglesia se encuentra la salvación para toda la humanidad, porque es a través de ella que la humanidad se une a sí misma y a Dios. Por lo tanto, el catolicismo no es una religión entre muchas, sino “la religión misma”.

Si el diagnóstico del papa Francisco sobre la mundanidad espiritual inspiró el inicio de su pontificado, su pronóstico de santidad marcará su final, confiando así su alma a la misericordia de un Dios que “mirándolo, lo amó”. Descanse en paz.