María, la humilde Reina. Por Fernando Chica

María, la humilde Reina. Por Fernando Chica

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Después de la solemnidad de la Asunción de Nuestra Señora, la Iglesia nos invita a hacer memoria de María como Reina del Universo. Instituida por el papa Pío XII, esta fiesta fue ubicada en el calendario litúrgico por san Pablo VI el día 22 de agosto, en la octava de la Asunción, para subrayar la estrecha vinculación entre la realeza de la Virgen y su glorificación en cuerpo y alma al lado del Redentor. Es lo que leemos en la Constitución Dogmática del concilio Vaticano II sobre la Iglesia cuando afirma: "María fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo" (LG n. 59). El Prefacio propuesto para este día se titula "La Virgen santa, humilde esclava, es exaltada como Reina en los cielos" y orienta el sentido de la fiesta en la misma dirección.

Haciéndose eco del Magníficat, la liturgia de esa celebración invoca al Dios "justo y misericordioso, que dispersa a los soberbios y exalta a los humildes". Reconoce que Jesús fue "humillado hasta la muerte" y que ha sido "coronado de gloria y honor, rey de reyes y señor de señores". E indica que la Virgen María, la "humilde esclava", ha sido exaltada y "reina gloriosa con Cristo". Además, añade que ella vive "intercediendo por todos los hombres, abogada de la gracia y Reina de universo".

La humilde Reina. Sobre ella quiero reflexionar a continuación, inspirado por el obispo Pedro Casaldáliga, fallecido a los 92 años de edad, el pasado 8 de agosto. Este misionero claretiano ?es decir, hijo del Inmaculado Corazón de María? vivió su compromiso eclesial en el Matto Grosso brasileño, dando testimonio del Reino de los cielos entre los desfavorecidos y menesterosos. En su amplia producción literaria hay una significativa presencia de poemas marianos, entre ellos este titulado "El Verbo quiso de mí":

Para no ser solo Dios,

el Verbo quiso de mí

la carne que hace al Hombre.

Y yo le dije que sí,

para no ser solo niña.

Para no ser solo vida,

el Verbo quiso de mí

la carne que me hace a la Muerte.

Y yo le dije que sí

para no ser solo madre.

Y para ser Vida Eterna,

el Verbo quiso de mí

la carne que resucita.

Y yo le dije que sí

para no ser solo tiempo.

Efectivamente, el Verbo quiso la carne de María para no ser solo Dios sino también hombre; quiso ser no solo vida, sino también conocer la muerte; y, para ser Vida Eterna, asumió esa carne que resucita. La fiesta de la Asunción nos ha hecho captar este misterio: al ser asumida la Virgen "en cuerpo y alma", esa carne de María ha quedado glorificada para siempre por la Vida Plena de Dios. Y, por la intercesión de ella, también esperamos que un día lo sean nuestra vida, nuestra carne, nuestras personas.

Cuando María le dice que "sí" al Señor (fiat, hágase), se inicia en ella un proceso de transformación: ya no será solo niña, ni solo madre, ni solo tiempo, porque sus sueños, su maternidad y su historia quedarán para siempre en el Corazón de Dios. La nueva Eva colaboró de manera única, para que la humanidad y la creación pudieran alcanzar la esfera divina. Por eso podemos decir con Benedicto XVI: "María, la Virgen Santa, María, la Inmaculada Concepción, aceptó, hace dos mil años, entregarle todo, ofrecer su cuerpo para acoger el Cuerpo del Creador. Todo ha venido de Cristo, incluso María; todo ha venido por María, incluso Cristo" (Meditación tras la procesión eucarística en La Prairie. Lourdes, 14 de septiembre de 2008).

Mucho ha de enseñarnos a nosotros esta íntima relación entre María y su bendito Hijo. En ella todo se refiere a él, todo depende de él, siempre con vistas a él. También en el modo de ejercer la realeza. Como el de Cristo, su estilo está impregnado por el olvido de sí para volcarse incondicionalmente en ayudar, servir y amar a quien lo precisa. Y esto hasta el extremo, con sencillez y plena humildad. Es lo que frecuentemente recordaba otro obispo latinoamericano, monseñor Óscar Romero, llamado por Casaldáliga "San Romero de América" y canonizado por el papa Francisco en octubre de 2018. El mártir salvadoreño se caracterizó, entre otras cosas, por una cálida y filial devoción a María, a la que recurría a menudo con el título de Reina de la Paz. En su homilía del 1 de diciembre de 1977, san Óscar Arnulfo dijo: "María, hermanos, es el símbolo del pueblo que sufre opresión, injusticia, porque es el dolor sereno que espera la hora de la resurrección, es el dolor cristiano, el de la Iglesia que no está de acuerdo con las injusticias actuales, pero sin resentimientos, esperando la hora en que el Resucitado volverá para darnos la redención que esperamos". También hoy, en estos tiempos de crisis sanitaria y crisis socio-económica, podemos percibir que la Virgen María vela por nosotros, alivia nuestros pesares y los llena de esperanza.

En ese mismo año de 1977, pero en la fiesta de la Asunción, predicaba monseñor Romero: "María se inclina sobre la esperanza de los hombres, para decirles que su esperanza es cierta, que si ella, hija de esta tierra, ha sido asumida por Dios y colocada en un trono en el cielo, es posible que toda carne humana también viva esa esperanza. Y entonces, en el mundo que peregrina, esa esperanza permite al hombre que sea firme en sus propósitos, que en medio de las persecuciones no se desanime". Que tampoco nosotros nos amilanemos en medio de esta pandemia que nos ha tocado vivir. Que la fe nos haga sacar fuerzas de flaqueza para atender a cuantos se hallan desmoralizados, abatidos, tirados en la cuneta de la vida y el progreso.

Para terminar, detengámonos en las oraciones propuestas para la liturgia de la Virgen María, Reina del Universo. La oración colecta nos invita a vivir "sostenidos por su intercesión", para que así "podamos alcanzar la gloria de los hijos en el reino celestial". La oración sobre las ofrendas pide que "nos socorra la humanidad" de Cristo, entregado en la cruz. Y después de la comunión, suplicamos "participar en el banquete eterno".

Dicho de otro modo, la presencia de María se convierte, por un lado, en sostén, apoyo y amparo para nuestra debilidad; y, por otro lado, incrementa nuestra esperanza de alcanzar la gloria del banquete eterno. Junto a la doncella de Nazaret siempre aprendemos. Nos es más fácil poner en práctica el Evangelio. Descubrimos cuán hermoso es seguir a Cristo y hacer lo que él nos diga. El ejemplo de la sierva del Señor nos alienta a darle a Dios el centro de nuestro corazón y a no abandonar a quienes padecen injusticias, a los que cargan con crueles fardos en su vida y experimentan la dureza de las pruebas cotidianas. Con su humildad, ella se hace cercana a nuestros problemas y angustias. Como Reina del Universo, nos brinda una esperanza gozosa que alza nuestra mirada para no sucumbir en medio de nuestras penas.

Movidos por estos sentimientos, dirijamos a la Virgen Santísima nuestra plegaria, como viene haciendo la Iglesia desde hace siglos. Con confianza y constancia, repitamos las letanías lauretanas. Imploremos con ellas la poderosa y materna protección de Nuestra Señora, llamándola, una y otra vez: Reina de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de los confesores, de las vírgenes, de todos los santos; Reina concebida sin pecado original, Reina asunta a los Cielos, Reina del Santísimo Rosario, de la familia, de la paz. Sentiremos así especialmente su tierno auxilio, nos daremos cuenta de que ella desde el cielo tiene clavados sus ojos misericordiosos en nosotros. Enjuga nuestras lágrimas, no se aleja de nosotros y continuamente le pide a su Hijo Jesús que allane los caminos de nuestra vida, tantas veces arduos y tortuosos, y nos otorgue la felicidad eterna.

Fernando Chica Arellano

Observador Permanente de la Santa Sede ante la FAO, el FIDA y el PMA

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