Vivir sin leer es peligroso

Un artículo que defiende la lectura como instrumento para redescubrir el deseo profundo del ser humano y comprender las grandes cuestiones de la existencia

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Pablo Martínez de Anguita

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Como explica el que fuera cardenal Ratzinger, ´las grandes convicciones de fondo surgidas del cristianismo en gran parte resistían y parecían innegables¨. Se desarrolló así el intento ilustrado de afirmar esas convicciones cuya evidencia parecía que se podía sostener por sí misma, prescindiendo del cristianismo como experiencia viva”.

Sin embargo, y volviendo a Ratzinger, “la búsqueda de una certeza tranquilizadora, que nadie pueda contestar independientemente de todas las diferencias, ha fracasado […] El intento, llevado hasta el extremo, de plasmar las cosas humanas prescindiendo completamente de Dios nos lleva cada vez más a los límites del abismo, del encerramiento total del hombre.ii”

En este sentido, y aunque parezca paradójico, se podría afirmar que la bioética, incluso la bioética personalista más verdadera y humana, por si misma no puede ser capaz de generar sujetos conscientes del valor de la vida, pues a pesar de su racionalidad, se halla inmersa en un contexto donde el ser humano actual no puede entenderla, pues no responde a las preguntas fundamentales que el sujeto se hace. El hombre y la mujer del siglo XX no se preguntan por quiénes somos, sino más bien y desde una concepción desvinculada de toda pertenencia, por como alcanzo lo que quiero desde mi individualidad. Nos interesa más el cómo se hace en lugar del “qué es”. Por tanto, la ética se concibe como limitación. La razón la entiende como un límite autoimpuesto ante riesgos imprecisos, que más tarde o temprano podrán ser superados por la tecnología, una tecnología que se concibe a fin de cuentas el objeto último de la esperanza del mundo moderno.

Para educar es necesario que la verdad fluya sobre sujetos que comprenden los dos factores esenciales del ser humano, la libertad y la razón, que a su vez son los dos más queridos por nuestra cultura occidental, de un modo no recortado. Sin embargo, nuestra cultura actual “ilustrada” concibe sobre todo la libertad como una autodeterminación individual (de ahí que todo se plasme en derechos). Y es precisamente a esta autodeterminación a la que la bioética le plantea un “conflicto interno entre los distintos derechos del hombre, como el caso del deseo de libertad de la mujer y el derecho a vivir del que está por naceriii.” Y en relación a la razón, también Ratzinger nos recuerda como la razón ilustrada está históricamente condicionada, como resultado de unaiv autolimitación de la razón típica de una determinada situación culturalv”, pues esta razón actual parte de la “radical emancipación del hombre de Dios, de las raíces de la vida”, de los que es humano, “y la esencia de lo humano es la libertad, la relación con el infinitovi”.

El problema por el cual la sociedad no puede, aun entendiendo racionalmente la bioética personalista, asumirla, en su raíz no parece por lo tanto estar tanto en la bioética en sí, sino en la concepción de la libertad, y la razón con la que la sociedad aborda el problema. En este sentido Benedicto XVI afirma que “hoy no es en modo alguno evidente de por sí lo que es justo respecto a cuestiones antropológicas fundamentales y pueda convertirse en derecho vigente. A la pregunta de cómo se puede reconocer lo que es verdaderamente justo, y servir así a la justicia en la legislación, nunca ha sido fácil encontrar la respuesta y hoy, con la abundancia de nuestros conocimientos y capacidades, dicha cuestión se ha hecho todavía más difícili”

Y el problema radica en la evidencia de esos fundamentos. Pero ¿Cómo recuperar las grandes convicciones para que no decaigan y con su decaer se pierda el sentido de libertad y razón que permiten entender las evidencias otra vez? Vivimos en un mundo en el que prevalece “la convicción de que la consecución de nuestros derechos es el camino de la realización de la persona”ii, y esto hace superfluo el debate sobre los fundamentos, sobre el “quién soy yo”, lo cual lleva a desarrollar una cultura contemporánea incapaz de percibir el alcance infinito de las exigencias constitutivas del corazón humanoiii.

Entonces, ¿cómo recuperar la evidencia cuando la razón y la libertad se han reducido? No bastan los reglamentos, incluso podríamos decir, no es suficiente la bioética. Benedicto XVI lo explica afirmando que “si hubiera buenas estructuras que establecieran de manera definitiva una determinada – buena – condición del mundo, se negaría la libertad del hombre y por eso, a fin de cuentas, en modo alguna serán estructuras buenas […] las buenas estructuras ayudan, pero por si solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido desde el exterioriv”.

¿Qué más es necesario entonces? Explica Carrónv que el camino pasa por redescubrir el deseo. Redescubrir el deseo humano más profundo del corazón humano en un mundo en el que «todo conspira para callar de nosotros, un poco como se calla, tal vez, una vergüenza, un poco como se calla una esperanza inefablevi», es el inicio de la liberación y de la racionalidad más profunda. Y de esta conspiración de silencio, antesala de la “dictadura el relativismovii” se despierta a través de un deseo liberador de entender, de vivir, de plenitud. “El verdadero peligro de nuestra época es la pérdida del gusto de vivir”, afirmaba Teilhard de Chardin. Es este deseo que nace del gusto por vivir en plenitud es el único que puede recuperar una mirada amplia, original y verdadera sobre la realidad.

Sin embargo este deseo no se enciende “a voluntad”. Es más, la conspiración de silencio siempre tiende en nuestro mundo a apagarlo como observa Rilke. Y hoy se vive con la razón y libertad limitadas porque el deseo más profundo se ha dormido. Solo quien cae en este sueño y deja de desear el infinito se contenta con menos, aunque ese menos sea superar un trance difícil (un embarazo no deseado por ejemplo…). El deseo puede despertarse, en el fondo puede suceder, pues siempre queda una llama esencial en nosotros que no duerme, pero este despertar sucede contrariamente a lo que pretende el mundo actual sin que seamos nosotros quienes controlemos su despertar. Es en cierta medida un imprevisto, se podría decir que, una gracia…algo que sucede sólo gracias a otro u otra cosa, pero un suceso verdadero que uno reconoce cuando tiene la suerte de encontrarlo.

En este contexto, lo que podemos hacer es favorecer ese encuentro, y ese estar despierto ante lo imprevisto. Y este encuentro se produce con una persona, con alguien que tiene una historia en la que uno puede identificarse, ya sea por su situación o por el interés que despierta la historia del otro, su persona o su propuesta. Y es precisamente de esa narrativa, de la que puede surgir una comprensión de los deseos que sustentan la capacidad de percibir como evidente una concepción de la vida, una antropología, y por lo tanto una ética o bioética. De este modo la bioética puede constituirse en una respuesta a un problema que se entiende como propio, como esencial para la propia vida, y no como una carga a pagar ante la incertidumbre del efecto de la tecnología, verdadero elemento constitutivo del progreso. De hecho, se puede decir que el cristianismo es interesante porque es una narrativa, no una doctrina ética como expresó brillantemente un filósofo que no era precisamente cristiano: “«Pienso que el cristianismo no es una doctrina, ni una teoría del pasado o del futuro del alma humana, sino la descripción de un acontecimiento real en la vida del hombre». Esta fulminante observación escrita en 1937 y hallada entre las anotaciones personales de Ludwig Wittgenstein, uno de los mayores filósofos del siglo XX, es un ejemplo evidente de que la inteligencia humana, si se utiliza en consonancia con su naturaleza, no sólo no se opone a la fe, sino que llega a contemplar su posibilidadviii”

El cristianismo en la medida que parte de un hecho, tiene una narrativa, se apoya en una historia, y esto es lo que lo hace atractivo en el sentido de que pueden discutirse muchas cosas, pero al final lo que importa es algo histórico. Es el ¨problema formulado por Dostoievski en los cuadernos de la novela Los demonios, en relación a la figura de Stavrogin: “La fe se reduce a este problema angustioso: un hombre culto, un europeo de nuestros días, ¿puede creer, creer verdaderamente en la divinidad de Jesucristo, el hijo de Dios?”¨ix Pero incluso para entender la pregunta que plantea Dostoievski, uno necesita comprender el contexto, el yo de Dostoievski. Y aquí es donde entre en juego el valor de la literatura.

Los grandes autores nos introducen en su mundo en el cual sus preguntas no responden a una doctrina, a un razonamiento como podría surgir en una clase o una conferencia. Surgen de una historia. De un problema real que el lector comprende. Los grandes autores nos muestran no solo una respuesta (y esto cuando lo hacen) sino el cómo se gesta una pregunta. Nos permiten adueñarnos de la pregunta porque nos hacemos “amigos” de los personajes que crea.

Pienso que es más educativo tener un par de buenas preguntas siempre despiertas que un montón de respuestas dormidas. Por eso, para despertar a las grandes cuestiones, a las que entre otras disciplinas pretende responder la bioética, de un modo muy natural, son esenciales las narrativas, las grandes historias propuestas de los grandes autores que nos pueden hacer vibrar las cuerdas más ocultas y quizá dormidas, pero con capacidad de despertarse del corazón ante una circunstancia imprevista como las que imaginan estos autores. (imaginación… que palabra tan bella y potente como mostraría Flannery O´connorx y hoy tan tristemente disociada de la razón).

La literatura, nos puede ayudar a entender lo que en clase parece una teoría discutible más porque nos la presenta entendible no solo para la razón, sino para el corazón, para el deseo profunda del ser humano. Así por ejemplo en The Voyage of the Dawn Treader de C. S. Lewis podemos comprender la verdad que esconde la importancia de preguntarnos el qué frente al como cuando el niño Eustace rechaza que se le diga que está conociendo a una estrella bajo la apariencia de un anciano: "En nuestro mundo," dice, "una estrella es una enorme bola de gas ardiente. El anciano responde: «Incluso en tu mundo, hijo mío, eso no es más que de lo que está hecha una estrella”.

Leer puede ser el “despertador” de nuestros días. Es necesario además leer a los autores que proceden del cristianismo contemporáneo, el de los últimos 150 años. Pues si del encuentro con Cristo, continuado en la Iglesia surgió el mundo en el cual se hicieron evidentes los valores que hoy se desvanecen, ser original, es decir volver al origen podrá ser un camino para encontrar de nuevo esas evidencias perdidas, y encontrarlas de un modo autoevidente, es decir trasformadas en narrativa por doble partida. Por un lado, en la medida en que la literatura imagina historias, y por otra, en la medida en que esas historias parten de otra narrativa aún más potente, la del acontecimiento cristiano y su prolongación en forma de cristianismo. Este cristianismo en determinados autores, especialmente en los grandes contemporáneos para la mayor parte de los cristianos desconocidos. Autores como Tolkien, Lewis, estos si conocidos, unidos a otros como O´Connor, Dorothy Day, Wendell Berry…entre otros muchos, fueron y son enormemente fecundos en el mundo cultural pues renuevan las evidencias en su tiempo de un modo en el que sus contemporáneos puedan reconocer una genialidad que va más allá de una particular ideología. Leer a Dostoievski o a Boris Pasternak entre otros muchos orientales puede volver a despertar el corazón dormido, pueden volver a hacer evidente que la belleza salvará al mundoxi”

Quizá sea verdad como afirma MacIntyrexii que frente a la conspiración del silencio del corazón actual sólo podamos “esperar a un nuevo san Benito, alguien que enfrente a la barbarie imperante construye enclaves de cultura y moralidad en los que poder cultivar las prácticas, virtudes y tradiciones de las que se pueda alimentar un día un nuevo renacimientoxiii.” O quizá no sea necesario ser tan pesimista. En cualquiera de los casos, los elementos para que vuelva a florecer una “Segunda primavera” como profetizara el Cardenal Newman, no estará en las doctrinas sino en las personas, en el atractivo que despierten por lo que han encontrado. Como nos recuerda un converso de última hora, Oscar Wilde, "La educación es una cosa admirable, pero es menester recordar de vez en cuando, que ninguna cosa valiosa para el conocimiento se puede enseñar." Encontrarnos con las historias imaginadas, narradas y surgidas de un corazón que se ha topado con la Verdad puede ser, aunque paradójico el camino más eficiente para comprender en profundidad la verdad que encierra la bioética que su estudio directo.

Vivir sin leer es peligroso porque obliga a conformarse con la vida” decía Michel Houellebecq.