Se disipan las dudas: Simón Pedro revela que Jesús es el Hijo de Dios
En Cesárea de Filipo, de nuestro enviado especial, Manuel Cruz
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Al pie del monte Hermón, en el norte de Galilea, se encuentra Cesarea de Filipo, una ciudad bien conocida en la región por su fertilidad y abundancia de agua y donde el tetrarca Herodes Antipas ha construido un templo en honor del emperador romano Cesar Augusto.. Allí se ha dirigido Jesús con sus discípulos para continuar la predicación sobre el Reino de Dios, tal y como viene haciendo en los entornos del lago TibeÍiades.
Lo singular de esta visita es que, después de impartir sus enseñanzas a la gente, que solo lo seguía para que curase a los enfermos, Jesús ha creído oportuno revelar, por primera vez, que es Hijo de Dios y que le esperan grandes sufrimientos a manos de los ancianos, escribas y fariseos, que, por cierto, no dejan de acechar cuanto dice y hace para acusarle de algún delito contra la Ley, dispuestos como están para detenerlo y llevarlo ante el Sanedrín.
Al término de su predicación, según he sabido después, Jesús se ha reunido con sus discípulos para peguntarles algo que no habían ni sospechado: qué dicen las gentes de él. Es curioso que Jesús les hiciera esta pregunta cuando ninguno de ellos se ha atrevido todavía a preguntárselo a él directamente, por un temor incomprensible. Bien es verdad que ya lo habían visto caminar sobre las aguas del lago e, incluso, calmar una gran tormenta en el mar y que alguno de ellos, Natanael, había exclamado con asombro que, verdaderamente, Jesús es el Hijo de Dios, sin que Jesús hiciera el menor comentario.
El caso es que a la pregunta de Jesús, respondieron lo que unos y otros dicen: que es: Juan el Bautista (que ya había sido decapitado por Herodes), Elías, Jeremías o algún profeta de la antigüedad, vuelto a la vida. Pero Jesús, con cierto tono de complicidad, les ha vuelto a preguntar: "¿Y vosotros, quíen decís que soy yo?" Para sorpresa de sus compañeros, Simón Pedro, el rudo pescador de Galilea, ha tomado la palabra para afirmar sin rodeos que es el Hijo de Dios vivo, una respuesta que el propio Jesús, visiblemente emocionado, no se la ha tomado como una mera opinión sino como una auténtica revelación hecha a Pedro por el propio Dios Padre.
Si hay momentos en la vida de una persona en la que una sola palabra puede cambiar su destino y la propia historia de pueblos enteros, ese fue el que experimentó Pedro cuando Jesús, profundamente conmovido por lo que había dicho, fijó su mirada en él y le dijo: "¡Bienaventurado eres tu Simón Pedro, hijo de Jonás, porque eso no te lo ha revelado carne ni sangre sino mi Padre que está en los Cielos! Y yo te digo que tu eres Pedro y sobre esta roca edificaré mi Iglesia y las puerta s del Infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del reino de los cielos y todo lo que ates en la tierra será atado en el Cielo y todo lo que desates también será desatado en el Cielo..."
Tal fue el asombro de Pedro ante estas palabras que prácticamente quedó enmudecido, creándose a su alrededor una especie de clima de encantamiento que, sin embargo, no duró mucho. A partir de entonces, en efecto, Jesús empezó a decir con claridad a sus discípulos que era necesario que fuera a Jerusalén y que allí sufriría cosas terribles a manos de los ancianos, sacerdotes y maestros de la Ley, que lo matarán, pero que al tercer día resucitará de entre los muertos... ¿Resucitar de entre los muertos? ¿Qué significa esto? ¿Acaso los muertos pueden resucitar?
Si Pedro había quedado antes enmudecido por el destino universal que le había señalado Jesús, ahora, en una reacción también inesperada, sin querer oír lo que Jesús decía, lo tomó aparte lleno de audacia, y llevado por su amor, comenzó a reprenderlo por decir semejantes cosas. "¡Eso jamás te sucederá a tí...!", le dijo casi temblando. Pero Jesús le replicó con una inesperada reacción de enfado en contrate con la dulzura de las palabras que antes le había dirigido: "¡Apártate de mi Satanás, que me escandalizas: ves las cosas desde el punto de vista humano y no desde el de Dios...!"
Nunca había dirigido Jesús palabras tan duras a un discípulo suyo, salvo las que empleaba para acusar de hipocresía a los escribas y fariseos. Todo lo más, les había reprendido por su poca fe y por su incredulidad. Desconcertados, los discípulos se miraron unos a otros sin entender esta reacción de Jesús y mucho más cuando al Maestro les dijo: "El que quiera venir en pos de mi, niéguese a sí mismo, tome su crus y sígame..." ¡La cruz!, qué horrible palabra. Si el pueblo judío temía a los romanos era precisamente porque éstos castigaban los delitos con la cruxifición, una infamante tortura que consistía en clavar en un madero las manos y los pies de los reos, que morían después de horas de agonía y sufrimiento. Todos recordarían entonces cómo el prefecto romano había ordenado la muerte en la cruz de más de dos mil galileos a los pocos años del nacimiento de Jesús, para castigar una rebelión contra la autoridad del Imperio.
Para quitar algo de hierro a la mención de la tortura que debía sufrir y reconfortar de algún modo a sus discípulos, Jesús añadió que el Ultimo Día, vendría en su gloria y resucitaría a todo el que creyese en El. "Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria el Padre, con sus ángeles, y dará a cada uno según sus obras... Quien se avergüence de mi y de mis palabras, yo me avergonzaré de él...!" En estas palabras había dos revelaciones implícitas: que la muerte desaparecerá y que el mundo será juzgado el día final. Es decir, dos nuevas incógnitas que, solo pasado algún tiempo, los discípulos llegarán a entender gracias a un don que todavía no habían recibido..
Todo esto sucedió en Cesarea de Filipo, una ciudad que quedaría para siempre en la memoria de los discípulos cuya vida empezó a cambiar radicalmente a partir de entonces. Muchas cosas extraordinarias habían visto hacer y decir a Jesús en sus recorridos por los poblados de Galilea e, incluso, en tierras de gentiles, en Tiro y Sidon; le habían dado mil vueltas a las parábolas y comparaciones empleadas por Jesús para explicar qué es el Reino de los Cielos, se habían asombrado con la multiplicación de panes y peces para dar de comer, en dos ocasione, a más de cinco mil hombres que lo seguían "como ovejas sin pastor": habían presenciado en diversos momentos las duras palabras que, con autoridad, Jesús dirigía a escribas y fariseos, a los que acusaba de hipócritas; le habían oído afirmar que era necesario perdonar siempre a quien nos ofendies; les había enseñado el Padre Nuestro como modelo de oración y, sobre todo, lo habían visto curar a cojos, mancos, ciegos, leprosos y hasta resucitar a la hija de un rabino...
Todo esto los dejaba maravillados, ciertamente. Pero no habían llegado a comprender su significado porque tenían la mente como embotada, sin dejar por ello de seguirle, más intrigados que otra cosa. Pero a partir de las revelaciones en Cesárea, la visión de estos hombres, rudos e ignorantes, empezó a cambiar radicalmente. Jesús dejó de ser para ellos el carpintero con dotes mágicas para curar o caminar sobre las aguas, para convertirse en el Hijo de Dios, si bien les quedaba por comprender todavía lo más esencial: ¿Por qué este Mesías, este poderoso Salvador llegado de los Cielos, hijo del Creador de todas las cosas, tenía que sufrir y ser muerto en Jerusalén por instigación de las muy respetadas autoridades religiosas? ¿En eso consistía su Reino? Porque lo de resucitar al tercer día tampoco lo concebían... Muchas cosas tendrán que suceder todavía antes de que se les abrieran los ojos. Las veremos poco a poco... Ahora vamos de camino, precisamente, a Jerusalén...