La enseñanza que nos deja el Señor en el Evangelio de este domingo: "Yo soy el pan que da vida"

El periodista y sacerdote Josetxo Vera nos da las claves del Evangelio de este domingo, 1 de agosto, en 'Chateando con Dios'

Josetxo Vera

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Todo el pueblo de Israel, hasta nuestros días, y también todo el pueblo cristiano recuerda un acontecimiento fundamental de la historia de ese pueblo cuando ha salido de Egipto. Sabemos por la historia como el Señor, gracias a Moisés, sacó a su pueblo de Egipto y lo trasladó a la Tierra Prometida, pero como no le fue del todo fiel, durante 40 años, estuvieron dando vueltas por el desierto.

En esos años, el Señor al mismo tiempo les mostró por un lado la dureza de la vida de fidelidad al Pueblo de Dios y también la cercanía y la paternidad que Dios sentía para su pueblo. Lo protegió, lo acompañó, lo cuidó. Uno de los acontecimientos se recuerda este domingo en la Primera Lectura. Como el Pueblo de Israel empieza a pasar hambre en el desierto y se queja a Moisés. Era un pueblo que estaba todo el día tirando de la voluntad de Moisés y de la de Dios.

Al final Moisés le pregunta al Señor pidiéndole qué pueden hacer. El Señor le dice de no preocuparse: “Voy a hacer que os llueva comida del cielo y un pan del cielo que quedará allí en la tierra para que cada uno recoja según su necesidad”. Y así hizo visible durante esos 40 años de travesía en el desierto la predilección por su pueblo y su cercanía.

A la vuelta de los siglos, el pueblo de Israel sigue recordando este acontecimiento salvador y también el pueblo cristiano. Hay un acontecimiento en la Biblia que está bastante relacionado con el de Moisés. El Señor acaba de multiplicar los panes y los peces y acaba de dar de comer a una multitud de personas. Se ha hecho tan famoso ese acontecimiento que la gente se acerca por el Lago buscando donde está el Señor y llegaron hasta la llanura donde se había producido, pero allí ya no estaba el Señor que había vuelto a Cafarnaúm. Y la gente hizo lo mismo, fue a buscar el Señor que les dijo: “Me venís a buscar no por los signos que yo hago o el mensaje que yo tengo, sino para que os dé de comer”. Su mensaje tiene un valor de eternidad y por eso la respuesta del Señor es decirles, “vosotros preocupaos de trabajar por un alimento que tiene su recompensa en el Cielo”.

Me parece que esta es la primera enseñanza del Evangelio de hoy. Trabajar por un alimento que no perece, con un horizonte de eternidad. Es verdad que hay que trabajar mucho por el bien común, pero nuestro horizonte está en el Cielo. Quien vive ocupado de hacer todo aquí y se olvida del Cielo, en realidad está sembrando en el vacío. El Señor les dice a los judíos que se preocuparan de conseguir un alimento en el Cielo.

Ese alimento que también tenemos que buscar es el alimento de nuestras buenas obras, el de cumplir los mandamientos, hacer bien las cosas y vivir sirviendo al prójimo por amor a Dios. De modo que la gente, al ver nuestras obras, se puedan encontrar con el Señor.

El otro acontecimiento, dentro del mismo Evangelio, es cuando los discípulos les dicen al Señor: “¿Y qué señal puedes darnos – le preguntaron – para que, al verla, te creamos? ¿Cuáles son tus obras? Nuestros antepasados comieron el maná en el desierto”. El Señor había manifestado su bondad con el pueblo de Israel dándoles de comer y les dice: “Yo soy el pan que da vida. El que viene a mí, nunca más tendrá hambre, y el que en mí cree, nunca más tendrá sed”. Nos hace dar un giro en nuestra cabeza para darnos cuenta de que lo de verdad necesita nuestro corazón es confiar en el Señor. Lo que Él nos ofrece es un alimento para la vida eterna. No es el maná en el desierto que te permitía caminar un día más en el desierto, sino el pan de vida, el Cuerpo de Cristo, nos alimenta para la eternidad.

¿Cómo tratamos al pan de vida? ¿Lo recibimos en gracia de Dios? ¿Somos capaces de darnos cuenta de que Él guía nuestra vida? Él es el alimento para la vida eterna. Por un lado, entonces confiar en el Señor y por el otro trabajar para la vida eterna, haciendo un tesoro en el Cielo. En tercer lugar, vivir aquí alimentados de Jesucristo presente en la Eucaristía y que sostiene nuestra vida hasta el final.