"Buenos días, soy el Papa Francisco..."
COPE te adelanta el primer capítulo de "El Papa de la ternura", el libro de Eva Fernández donde narra las historias más conmovedoras con Francisco
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La ternura es uno de los rasgos más característicos del Papa Francisco y, sin duda, uno de los que más conmueven e interesan a los fieles. Eva Fernández, corresponsal de COPE en El Vaticano e Italia ha sido testigo de esa ternura y la ha convertido en libro. El Papa de la ternura se va a presentar el próximo 11 de junio, en Madrid.
La obra recoge las historias conmovedoras de afecto del pontífice con personas muy diferentes. La periodista de COPE ha podido contemplar muy de cerca la autenticidad que el "Papa de los gestos" demuestra a personas en muy distintas circunstancias.
El Papa de la ternura relata manifestaciones conmovedoras del afecto de Francisco ante personas muy diferentes. Una prostituta esclava nigeriana liberada, una niña de las calles de Manila, las madres jóvenes de una cárcel de mujeres en Santiago de Chile, los refugiados rohinyá en Bangladesh, así como cuando recogió el salvavidas de una niña ahogada en el Mediterráneo o su petición de perdón a víctimas de abusos sexuales son algunos ejemplos.
El libro combina estas anécdotas que tanto calaron en la autora con elementos esenciales de la personalidad del Papa, quien utiliza un coche modesto para moverse por Roma, limpia sus zapatos y tiene una cordial relación con Benedicto XVI.
Una llamada y una carta del Papa Francisco
El Papa de la ternura comienza con una carta que le envió Francisco a Eva Fernández el 15 de Agosto de 2018. En la misiva, el pontífice le agradeció haber elegido el tema de la ternura y deseó que el libro fuese un recordatorio de la necesidad de esta virtud ante la cultura del descarte.
La carta que figura al comienzo del escrito nació de una llamada telefónica privada del Papa a Eva Fernández. Durante la conversación, el pontífice le pidió información sobre el libro que estaba escribiendo, porque ella le había enviado hacía meses una petición: que el Papa participase en la obra. Ella misma considera esa conversación como su particular revolución de la ternura de parte del Santo Padre.
«Me sorprendió gratamente que usted esté escribiendo un libro sobre la ternura, la revolución de la ternura. Estoy seguro de que hará mucho bien.
Hoy, que nos acostumbramos a “descartar” valores y personas, sanos y enfermos, jóvenes y viejos, a tal punto que a nuestra civilización la
podemos mencionar como “la cultura del descarte”, qué bien nos viene recordar que Dios se manifiesta también con gestos de ternura,
gestos habituales en su modo de actuar.
¡Qué bien nos hará recuperar la eficacia de la caricia como nos la piden los niños y responder a la cultura de la presidencia y del descarte con la revolución de la ternura! Gracias por haber escogido este tema"», reza una parte de la misiva.
El libro contiene un prólogo que ha preparado Greg Burke, ex-portavoz del Papa Francisco, en el que es su primer texto conocido tras su renuncia al cargo. En él, habla de la ternura como el rasgo característico del pontífice argentino, incluso antes de serlo. Su valor revolucionario nace, según Burke, de ponerla en práctica en un contexto como el actual.
"En una era en la que la mayoría de nosotros perdemos gran parte del día en mirar nuestros teléfonos para revisar el correo, o mandar un tuit, o hacer un selfi, Francisco encuentra tiempo para escuchar a los demás. Para querer de tú a tú. Y eso es una revolución. Es la revolución de la ternura", se lee.
El Papa de la ternura termina con una muestra más de ternura, con un colofón de Óscar Camps, fundador y director de la ONG Proactiva Open Arms.
Camps, después de mucho insistir consiguió una audiencia privada con el Papa durante la cual pudo exponer la situación actual de los refugiados. "Del Papa Francisco hemos aprendido que acoger al otro exige un compromiso concreto, un desprendimiento de intereses propios, una cadena de ayuda y generosidad, una atención vigilante y comprensiva, una gestión responsable de nuevas y complejas situaciones".
Vinicio, el abrazo que dio la vuelta al mundo
La historia que cambió la vida de Vinicio Riva, un enfermo con protuberancias por todo el cuerpo a consecuencia de una desconcertante
enfermedad genética que le deformó el rostro, provocándole además picores y heridas, pero lo que más le dolía eran los sentimientos de rechazo que provocaba en los demás. Su abrazo con el Papa dio la vuelta al mundo. "No soy contagioso, el papa no lo sabía y no tuvo miedo de abrazarme".
Desde que Eva Fernández comenzó como corresponsal en Roma para COPE, no ha perdido de vista cada uno de los gestos del papa. Y este ejercicio diario se ha convertido en la mejor escuela para comprobar que la ternura "estalla" de forma incontenible cuando Francisco se topa con el dolor y la enfermedad.
Glyzelle, la niña que hablaba con sus lágrimas
Este momento también fue muy especial. El Papa disfruta cada vez que tiene oportunidad de dialogar con los jóvenes. Les escucha con atención pero le gusta desafiarlos. Esta foto es justo después de que Glyzelle, una niña de la calle de la ciudad de Manila, irrumpiese ante un auditorio de treinta mil estudiantes para tener la valentía de formular una pregunta que dejó a todos sin respiración y que fue casi un desafío para el papa:
"Hay muchos niños abandonados por sus propios padres, muchos víctimas de muchas cosas terribles, como las drogas o la prostitución. Por qué Dios permite estas cosas, aunque no es culpa de los niños? Y ¿por qué tan poca gente nos ayuda?"
El Papa contestó que ella había hecho la única pregunta que no tenía respuesta.
Sobre Eva Fernández, autora y corresponsal de COPE en El Vaticano e Italia
Eva Fernández Huéscar es corresponsal de COPE en el Vaticano e Italia. Desde Roma, informa a diario sobre el Papa Francisco, sigue de cerca sus pasos y le acompaña en todos sus viajes internacionales. Es madrileña y juega al tenis.
Filóloga reconvertida en periodista, trabaja en la radio. Desde hace más de veinte años, ha impartido clases de Redacción Creativa y Comunicación Radiofónica. Escribe en el semanario Alfa y Omega y participa en el programa semanal Crónica Vaticana del canal TRECE. Sus reportajes radiofónicos le han valido premios internacionales.
Un cuadro de Caravaggio y una llamada de teléfono
En la vida hay momentos singulares e irrepetibles. Todavía no doy crédito a lo que viví aquella mañana de sábado, mientras me encontraba frente al ordenador, intentando escribir algún párrafo con el que comenzar este libro.
Nunca olvidaré la fecha. Era el 28 de julio de 2018. Oficialmente me encontraba de vacaciones en Madrid. Me había propuesto dar un empujón al texto y estaba mentalizada con que ese verano disfrutaría de la playa en sueños. Era muy consciente de que, una vez de regreso a la vida normal en Roma, la vorágine informativa me haría muy difícil avanzar en el proyecto.
Lo único que tenía claro es que el libro arrancaría con las visitas furtivas del entonces cardenal Bergoglio a la iglesia romana de San Luis de los Franceses para contemplar un Caravaggio.
Había conseguido poner en orden mis ideas e incluso había encontrado un título: El secreto de un cuadro. No sospechaba que ese lienzo estaba a punto de entrar para siempre en mi propia historia.
En esas estaba cuando a las 9.45 horas de la mañana sonó mi teléfono móvil. Llevaba un buen rato con la mirada fija ante el ordenador en medio del bloqueo del autor primerizo. Dejé sobre la mesa la segunda taza de café del día al comprobar que la llamada llegaba desde un número oculto. En la tarde anterior había recibido otra llamada similar que no alcancé a responder, por lo que contesté al teléfono rápidamente:
—Sí, dígame.
—Buenos días, soy el papa Francisco…
En unos segundos pasé de la incredulidad a la emoción y a los nervios. Se confirmaba que el propio Francisco llamaba por teléfono sin utilizar intermediarios.
No sé ni cómo acerté a continuar la conversación:
—¡Qué alegría, santo padre!
Cuando me pongo nerviosa, lo normal es que me suelte a hablar sin parar. Menos mal que el papa tomó rápidamente las riendas de la conversación:
—Quiero pedirle disculpas, porque le respondo ahora a una carta que usted me escribió en el mes de junio y no he podido dedicarme a ella hasta este momento…
El papa Francisco, que recibe a diario cientos de cartas, me estaba pidiendo disculpas por una simple misiva sobre la que yo no esperaba respuesta y que tras armarme de valor había entregado a su secretario durante el vuelo que realizó a Ginebra el 21 de junio de 2018 para participar en el septuagésimo aniversario del Consejo Ecuménico de las Iglesias.
En aquella carta le contaba de forma muy simple hasta qué punto había cambiado mi vida desde que estaba en Roma. Entre otras causas, debido al máster acelerado de formación que cursaba siguiendo a diario sus pasos y leyendo los textos de sus mensajes.
Entre líneas, le decía que, tras mis intervenciones en la radio hablando de él, había podido comprobar que su «revolución de la ternura» conmovía a los oyentes, por lo que pensaba lanzarme a escribir un libro con todo lo que no «cabía» en mis crónicas.
Puestos a pedir, me atrevía a solicitarle que —«en el caso de que le pareciera bien y dispusiera de un tiempo que no le sobra»— escribiera algunas palabras para este libro.
La propuesta era osada, pero así al menos nunca me quedaría el remordimiento de no haberlo intentado.
Pero, vamos, de esto ya me había olvidado cuando recibí la llamada de Roma. Será porque trabajo en la radio, pero el silencio al otro lado del teléfono me inquieta. Por este motivo, aunque era el papa quien me había llamado, yo sentía la necesidad de contarle qué es lo que hacía.
Como en ese momento sobre la pantalla del ordenador tenía delante el lienzo La vocación de san Mateo de Caravaggio, le conté sencillamente que estaba escribiendo sobre la relación que ese cuadro tenía con él. A Francisco le hizo gracia y rápidamente me preguntó:
—¿Y quién de los personajes piensa que es Mateo?
Le contesté sin dudar que Mateo era el señor mayor que se señalaba a sí mismo con el dedo.
El papa añadió:
—Fíjese bien, porque, aunque se trata de una discusión vieja, y sobre el tema hay muchas teorías, el dedo de Jesús señala realmente al pibe que no le hace mucho caso, que ni siquiera le mira y sigue recogiendo las monedas…
Me encantó cómo se refería al chaval joven que aparece en el extremo de la mesa y que podría tratarse sin duda del auténtico Mateo.
Francisco añadió que él también tenía ahora el cuadro muy cerca porque le habían regalado una copia. Estábamos mirando lo mismo. Efectivamente, desde que es papa no ha podido regresar a la iglesia de San Luis de los Franceses, vecina a la populosa plaza Navona de Roma, pero tiene una copia de este cuadro en Casa Santa Marta. Fue el obsequio de un taller de la ciudad italiana de Perugia. Para realizarlo, utilizaron las mismas técnicas y colores que en la obra original.
—Si se da cuenta —añadía el papa—, el dedo del señor mayor señala realmente al pibe, y la luz que entra en la habitación termina precisamente en él…
Mientras transcurría esta conversación yo me estaba pellizcando para asegurarme de que era real. El papa Francisco me había llamado por teléfono y estaba dedicándome una clase magistral sobre el cuadro de Caravaggio.
—Pues no tenía ni idea de esto, santo padre. Siempre había pensado que Mateo era el otro…
En ese instante, volvió a recordarme que se trataba de una teoría. Creo que en el fondo —en un gesto de delicadeza— me dejaba un margen de libertad para que lo interpretara según me pareciera mejor
Instantes después abordó el tema que le había propuesto en mi carta:
—Mire, a mí no me gustan mucho los prólogos, pero yo podría escribirle una carta para el libro.
—Por supuesto, santo padre, lo que usted quiera. ¡Muchísimas gracias! —creo que atiné a decirle.
—Si le parece —añadió Francisco—, envíeme algunos datos sobre lo que cuenta en el libro para que pueda hacerme una idea.
Y a continuación se preocupó de que escribiera bien la dirección de correo electrónico a la que tenía que enviar esa información.
Lo de escuchar a un papa repitiendo un e-mail para asegurarse de que lo había escrito bien no es algo que se viva todos los días.
Llegaba el momento de despedirse… Me hubiera encantado seguir, pero estaba feo abusar de la paciencia de Francisco y además era consciente del poco tiempo del que dispone. Pero sí me atreví a hacerle una pregunta personal:
—¿Está descansando un poco en sus vacaciones, santo padre?
Me respondió con un tímido sí poco convencido. Añadí que muchos deseábamos que pudiera descansar, porque tenía varias citas importantes en ciernes, como el Encuentro Mundial de las Familias en Dublín, que se celebraba pocas semanas después.
Nos despedimos. Yo le volví a dar las gracias por su llamada y le dije que tuviera muy buen día.
—¡Hasta pronto! —añadió Francisco.
Así, de una forma tan sencilla como magistral, concluye la llamada de un papa. Con la misma familiaridad de un padre, de alguien muy cercano.
Y mientras miraba ese cuadro de Caravaggio y escribía —aún sin terminar de creérmelo— rápidos apuntes de la conversación, comprendí que Francisco acababa de regalarme una lección de ternura en forma de llamada de teléfono. Entendí perfectamente a qué se refiere cuando habla de «la ciencia de las caricias». No se conforma con gestos y discursos. Enseña a buscar a la persona y cuando la encuentra muestra su cercanía. Había leído mi carta, se había interesado por su contenido y se había tomado la molestia de marcar un número de teléfono. No solo una vez, sino que insistió, volviendo a llamar al día siguiente hasta que yo respondí, con la delicadeza añadida de no mencionar en ningún momento que ya había realizado un primer intento sin respuesta por mi parte.
Además, se suponía que en el mes de julio disfrutaba de esos escasos días al año en los que sin salir del Vaticano reduce su agenda para poder descansar. Francisco me había desarmado.
El papa utiliza el teléfono como un inusitado instrumento pastoral para llegar donde, de otra manera, le resultaría imposible. Es una costumbre de cuando era arzobispo de Buenos Aires, que sigue poniendo en práctica desde Casa Santa Marta. Así se siente como un cura de parroquia: «Cuando uno llama es porque tiene ganas de hablar, una pregunta que hacer, un consejo que pedir. Cuando era cura en Buenos Aires, era más fácil. Y a mí me quedó esa costumbre. Es un servicio. Me sale así. Pero es cierto que ahora no es tan fácil hacerlo, dada la cantidad de gente que me escribe.
La ternura no se mide en porcentajes, estadísticas ni cifras, pero su huella tiene siempre un rostro. Nos sorprenderíamos de todas las personas que han recibido llamadas del papa Francisco. A muchas nunca llegaremos a conocerlas. Madres como Rosalba, una viuda de ochenta años que había perdido a su hijo. Desde hace cinco años recibe cada mes la llamada del papa. O Anna, madre soltera que decidió seguir adelante con su embarazo y Francisco se ofreció a bautizar a su hijo. Son innumerables las llamadas de Francisco a presos y a refugiados, a sacerdotes, monjas, jóvenes e incluso niños, como Francesco Maria, quien desde el pueblo italiano de Mendicino le había escrito una carta para que rezara por su tía enferma.
Concluida la llamada del papa, y mientras intentaba digerir lo sucedido, me detuve de nuevo en el cuadro de Caravaggio para mirarlo con los ojos de Francisco. Mateo estaba absorto contando monedas, y era como si todos los demás intuyeran que muy pronto respondería a la llamada del Maestro. El poder de una mirada, capaz de cambiar la vida. Una mirada llena de ternura que cura heridas y genera esperanza. Me doy cuenta de que la mano del que yo presumía que era Mateo no se dirige hacia sí mismo, sino hacia el joven con la cabeza inclinada.
A partir de ahora, cada vez que mire este cuadro, será inevitable que me acuerde del papa Francisco.
El secreto de un cuadro
Jorge Mario Bergoglio acudía a contemplar este lienzo cada vez que viajaba a Roma para alguna gestión en el Vaticano. Solía hospedarse en una sencilla residencia para sacerdotes situada en Via della Scrofa, a pocos minutos de la iglesia de San Luis de los Franceses, una joya del arte barroco que aloja en su interior tres obras maestras de Caravaggio sobre el evangelista san Mateo.
Una de estas pinturas, La vocación de san Mateo, recoge de forma magistral el momento en el que Jesús irrumpe en lo que podría ser una oficina de impuestos de la época y señala con el dedo a Mateo, el recaudador —uno de los oficios más detestados por el pueblo de Israel—, para que cambie de negocio y se convierta en su discípulo. Un instante captado para la posteridad por Caravaggio ante el que Jorge Mario Bergoglio ha pasado muchos ratos de oración antes de ser papa: «Ese dedo de Jesús apuntando así a Mateo. Así estoy yo. Así me siento. Como Mateo».
A Francisco le reconforta mirar este cuadro porque le recuerda que el Señor, cuando llama, no busca currículos inmaculados. Solo necesita personas que quieran dejarse hacer para que sea Él quien los utilice como instrumentos. Esta es una de las piedras angulares de la ternura de Dios que tanto consuela a Francisco: «Dios nunca se cansa de perdonar. Nunca. El problema es que nosotros nos cansamos de pedir perdón».
Ese dedo con el que Jesús llama a Mateo encierra un gran poder de convocatoria, pero en esta ocasión el futuro apóstol parece ajeno a la llamada de Dios y continúa agazapado sobre las monedas: «Me impresiona el gesto de Mateo. Se aferra a su dinero como diciendo: “¡No, no a mí! No, ¡este dinero es mío!”. Esto es lo que yo soy: un pecador al que el Señor ha dirigido su mirada».
Hasta tal punto Francisco ha hecho suya esta escena que la escogió como lema de su Pontificado: Miserando atque eligendo, palabras latinas que traducen con precisión el instante reflejado por Caravaggio y que para él encierran un significado especial.
Lo descubrió en una homilía del monje y santo inglés Beda el Venerable, que catorce siglos antes también quedó fascinado por la forma en la que Jesús llama a Mateo. San Beda lo describe de esta manera: «Vio Jesús a un publicano, y lo miró con sentimiento de amor y lo eligió. Le dijo: “Sígueme”». Y aunque esta es la traducción habitual de la expresión latina, el papa confesó al entonces vaticanista de La Stampa, Andrea Tornielli, que prefería traducir el término miserando por un gerundio que no existe, pero que en el vocabulario de Francisco adquiere un sentido arrollador: misericordiando, «regalando misericordia». Así es como él describe el flechazo de su propia vocación. Jesús escogió a Mateo y al futuro papa misericordiándolos. Fue un cruce de miradas. Tanto Bergoglio como el Evangelista sintieron esa misma mirada de misericordia.
En el fondo, una de las formas más prácticas de concretar la revolución de la ternura es conjugar el verbo misericordiar —«inventado» por Francisco— con los que tenemos cerca.
Hay palabras con un poder tan fuerte que al pronunciarlas es como si te explotaran por dentro. Expresiones que animan a salir de uno mismo. Quizá por eso forman parte del diccionario de Francisco.
El vínculo que existe entre Francisco y san Mateo es más fuerte de lo que parece.
El día en el que su vida cambió para siempre, Jorge Mario Bergoglio estaba a punto de cumplir diecisiete años. Aquella jornada de 1953 se celebraba en Argentina el Día del Estudiante y, antes de dirigirse a una fiesta con sus amigos, pasó por su parroquia, la basílica de San José de Flores en Buenos Aires. Sintió la necesidad de confesarse y lo hizo con el cura que se encontraba en la iglesia, el padre Carlos Duarte Ibarra, al que no conocía: «No sé qué pasó, no me acuerdo, no sé por qué ese sacerdote estaba allí o por qué sentí la necesidad de confesarme, pero la verdad es que me di cuenta de que alguien me estaba esperando desde hacía tiempo. Después de la confesión experimenté que algo había cambiado. Yo no era el mismo, había sentido una voz, una llamada. Me convencí de que debía convertirme en sacerdote».
Aquel día era 21 de septiembre, festividad de san Mateo. Han pasado más de sesenta y cinco años y Francisco recuerda vivamente aquella «sacudida» de Dios. Para expresarlo utiliza con frecuencia un término muy personal: «Dios es el que te primerea: En esa confesión, yo diría que me sorprendieron con la guardia baja. Fue el asombro, el estupor de un encuentro. […] Desde ese momento, para mí, Dios es el que te primerea. Uno le está buscando, pero Él te busca primero. Él nos encuentra primero».
Se lo confesaba a un grupo de jóvenes durante la visita pastoral que hizo a la ciudad de Cagliari, en la isla de Cerdeña, que escuchaban embelesados el relato del papa, cada vez más íntimo. Acababa de celebrar precisamente el sexagésimo aniversario de aquel día de la festividad de San Mateo, en el que, al igual que el cuadro de Caravaggio, sintió la llamada de Dios.
Quiero contaros una experiencia personal. Ayer cumplí el sexagésimo aniversario del día en que sentí la voz de Jesús en mi corazón. No lo olvido nunca. El Señor me hizo sentir con fuerza que debía ir por ese camino. Sesenta años por el camino del Señor, siguiéndole a Él, junto a Él, siempre con Él. Solo os digo esto: ¡no me he arrepentido! ¿Por qué? ¿Porque me siento Tarzán y soy fuerte para seguir adelante? No. No me he arrepentido porque siempre, incluso en los momentos más oscuros, en los momentos del pecado, en los momentos de fragilidad, en los momentos de fracaso, he mirado a Jesús y me he fiado de Él, y Él no me ha dejado solo. Fiaos de Jesús: Él siempre va con nosotros. Pero, escuchad, Él no desilusiona nunca. Él es fiel, es un compañero fiel. Pensad, este es mi testimonio: estoy feliz por estos sesenta años con el Señor.
Francisco, Mateo y Caravaggio unidos por el dedo de Dios. Gestos como las llamadas de teléfono o las historias que he recopilado en estas páginas son muestras de ternura que configuran el retrato que mejor describe a Francisco: un hombre que ha sabido encontrar en la misericordia de Dios su llave maestra para renovar la Iglesia y a las personas.
La importancia que Francisco da a la ternura está enraizada en el magisterio de sus predecesores. Entra en diálogo con ellos y convierte el terreno ya sembrado en una cosecha que abre espacios de solidaridad y tolerancia a una sociedad ávida de gestos. Benedicto XVI se refería a la paternidad de Dios como «el amor infinito, la ternura que se inclina hacia nosotros, hijos débiles, necesitados de todo»,10 y situaba a la Iglesia como lugar de la misericordia y de la ternura de Dios para con los hombres. En la misma línea, san Juan Pablo II aseguraba que el mayor consuelo del ser humano es la ternura de Dios y que «en Cristo todo ser humano es envuelto por el abrazo tierno y fuerte de un Padre».
Quizá el papa Francisco desconcierta por cómo formula sus mensajes, rebosantes de palabras llenas de sentido común. La ternura de la que habla encierra una formación intelectual profunda. Expresarse con sencillez no es indicio de pensamiento simple. El papa ha escogido un estilo de comunicación propio, con la prioridad de hacerse entender por todos. Para algunos, una provocación.
Desde que estoy en Roma he dedicado muchas horas a mirar y a escuchar al papa Francisco. Y aún logra sorprenderme. Cada una de sus caricias a un bebé en brazos de su madre es única, aunque las prodigue a cientos. Cada bendición a un enfermo acompañado de sus familiares, cada mirada a quien le saluda con un apretón de manos. Imposible entender a Francisco sin mirarle. Tan importante como leerle y escucharle.
La ternura del papa Francisco está llena de nombres propios. Algunos aparecen en estas páginas: Vinicio, Òscar, Emanuele, Geneviève, Glyzelle, Blessing… Francisco enseña que nombrar es combatir el olvido. Identificar los problemas. Devolver la dignidad perdida. Reconocer la historia de estas personas y su sufrimiento. Lo peor sería convertirlas en un mero número.
Francisco practica la ternura sin edulcorantes: llora con la presa que ve crecer a su hijo en la cárcel, con los padres a los que han comunicado que la enfermedad de su hijo no tiene cura, con el niño que ha perdido a su familia en una dura travesía del Mediterráneo, con el sacerdote anciano que ha vivido años de torturas encerrado en prisiones por no renegar de su fe, con la mujer víctima de la trata de personas. Ternura que sabe ponerse siempre en el lugar del otro.
Esa ternura se agiganta cuando tiene como destino a quienes no pueden dar nada a cambio. Él lo llama periferias existenciales y suelen estar más cerca de lo que imaginamos. Francisco sabe que todo sería más fácil si aprendiésemos de quienes no hablan de lo que les falta, sino de lo que tienen.
En su primer gran discurso, muy pocos días después de que en el balcón de la fachada de la basílica de San Pedro conociéramos la sonrisa tímida de un desconocido Georgium Marium Bergoglio, el papa Francisco ya habló de ternura. Fue en la homilía de la misa de inauguración de su pontificado, su «puesta de largo» como papa: «No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura. Debemos custodiar la creación, a cada hombre y cada mujer, con una mirada de ternura y de amor».
Una palabra, ternura, que en italiano tiene una sonoridad muy marcada: tenerezza. Cada vez que Francisco la pronuncia es como si se recreara en esa doble zeta para remarcar su importancia.
Palabras. Tal vez solo palabras. O tal vez no solo. Tras seis años de pontificado ha quedado patente que Francisco más que hablar de ternura prefiere practicarla siempre que tiene ocasión. Lo hace porque la ternura obra milagros. Transforma a los desencantados, derrite a los inflexibles, interpela a los que dicen que nada cambiará, hostiga a los neutros y aleja a los agoreros. Basta una sola persona que no tenga miedo a comportarse con ternura para desbancar moles de indiferencia. La Iglesia estaba necesitada de una revolución y Francisco optó por el combate cuerpo a cuerpo, corazón a corazón, utilizando el arma de los gestos.
Las obras de Francisco dejan poso. Hablan de una misericordia que se sale por las costuras porque está confeccionada desde la ternura. De la que sana el alma. De la que perdura. De la que contagia.