Meditación Jueves Santo: "El sacerdote está en el mundo como servidor en el ministerio del amor de Dios"
Cada año, en este día, lo recordamos volviendo espiritualmente al Cenáculo: Nos invita a vivir diariamente nuestra misión de testigos y heraldos del amor del Crucificado
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“Sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo”. Con el acontecimiento que sucedió en el Cenáculo, el obispo auxiliar de Getafe, José María Avendaño, nos invita a meditar este Jueves Santo.
Ha llegado la hora de la muerte y la gloria pascual de Cristo. En esa mesa, en esta cena, en el Cenáculo, todo es amor infinito e infinita humildad. El amor hasta el extremo del Hijo de Dios, tomando la condición de esclavo, a pesar de su condición divina, se ciñe la toalla y lava los pies. Lava nuestros pies. Se arrodilla ante ti y ante mí. Nos ha entregado su Cuerpo y su Sangre de la nueva y eterna Alianza. Para que lo que ha hecho con nosotros lo hagamos nosotros con el prójimo.
En la última Cena, Jesús instituyó el sacramento de la Eucaristía y el sacerdocio. El lavatorio nos queda como una imagen de lo que fue toda la vida de Jesús, el Señor, un continuo abajarse para reconciliar al hombre con Dios. Humildad que se prolonga con su presencia sacramental bajo las especies de pan y de vino; humildad de querer contar con el ministerio, el servicio de los sacerdotes.
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Una nueva alianza
Con la primera lectura, tomada del libro del Éxodo, la liturgia ha puesto de relieve cómo la Pascua de Jesús se inscribe en el contexto de la Pascua de la antigua Alianza. Con ella, los israelitas conmemoraban la cena consumada por sus padres en el momento del éxodo de Egipto, de la liberación de la esclavitud.
«Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc 22, 15). En el Cenáculo, Cristo, cumpliendo las prescripciones de la antigua Alianza, celebra la cena pascual con los Apóstoles, pero da a este rito un contenido nuevo. Hemos escuchado lo que dice de él san Pablo en la segunda lectura, tomada de la primera carta a los Corintios. En este texto, que se suele considerar como la más antigua descripción de la cena del Señor, se recuerda que Jesús, «la noche en que iban a entregarle, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía».
Con estas palabras solemnes se entrega, para todos los siglos, la memoria de la institución de la Eucaristía. Cada año, en este día, las recordamos volviendo espiritualmente al Cenáculo. En el Cenáculo Jesús infundió un nuevo contenido a las antiguas tradiciones y anticipó los acontecimientos del día siguiente, cuando su cuerpo, cuerpo inmaculado del Cordero de Dios, sería inmolado y su sangre sería derramada para la redención del mundo. La Encarnación se había realizado precisamente con vistas a este acontecimiento: ¡la Pascua de Cristo, la Pascua de la nueva Alianza!
«Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva». Al mismo tiempo, nos invita a vivir diariamente nuestra misión de testigos y heraldos del amor del Crucificado, en espera de su vuelta gloriosa.
Vosotros me llamáis Maestro
Pero ¿cómo hacer memoria de este acontecimiento salvífico? ¿Cómo vivir en espera de que Cristo vuelva? Antes de instituir el sacramento de su Cuerpo y su Sangre, Cristo, inclinado y arrodillado, como un esclavo, lava en el Cenáculo los pies a sus discípulos. Lo vemos de nuevo mientras realiza este gesto, que en la cultura judía es propio de los siervos y de las personas más humildes de la familia.
Pedro, al inicio, se opone, pero el Maestro lo convence, y al final también él se deja lavar los pies, como los demás discípulos. Pero, inmediatamente después, vestido y sentado nuevamente a la mesa, Jesús explica el sentido de su gesto: «Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros».
Misterio y don
Con la institución de la Eucaristía, Jesús comunica a los Apóstoles la participación ministerial en su sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual él, y sólo él, es siempre y por doquier artífice y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles, a su vez, se convierten en ministros de este excelso misterio de la fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo. Se convierten, al mismo tiempo, en servidores de todos los que van a participar de este don y misterio tan grandes.
La Eucaristía, el supremo sacramento de la Iglesia, está unida al sacerdocio ministerial, que nació también en el Cenáculo, como don del gran amor de Jesús, que «sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». La Eucaristía es la escuela en la que va a seguir instruyéndonos en su amor y en la que encontramos la fuerza para poner en práctica lo que aprendemos. El sacerdote está como servidor en el ministerio del amor infinito y humilde de Dios.
Hoy tenemos muy presente, en nuestro corazón y en nuestra vida a todas las víctimas; tenemos presentes a todos los pobres, necesitados, abandonados, los enfermos, los “heridos por la vida”, las víctimas de la violencia, de la guerra, del desamor y del olvido de Dios. Rezamos por ellos y nos acercamos a cuidar con amor fraterno, son nuestros hermanos.