Madrid - Publicado el - Actualizado
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En las calles madrileñas de Tirso de Molina, un grupo de jóvenes portan la bandera francesa celebrando el triunfo de su selección en el Mundial de fútbol. Dos horas después de que los jugadores hayan entonado “La Marseillaise”, una voz desgarradora emerge de las tablas del Teatro Fígaro interpretando el himno del país; la primera canción que aprendió Édith Giovanna Gassion, conocida en todo el mundo como Édith Piaf.
Se trata de Mariaca Semprún, “la reina de los musicales en Venezuela” quien, bajo la dirección de Leonardo Padrón, protagoniza un musical basado en la vida y legado de una de las artistas más influyentes del siglo pasado.
Criada en un prostíbulo, la pequeña Édith compite con los sonidos de la calle “Sous le ciel de Paris” hasta que logra hacerse un hueco en teatros de renombre de la ciudad, y nace la leyenda que perdura hasta nuestros días.
Piaf fue una mujer de salud frágil, con un torrente de voz como “forma de resistencia y vía de escape”, rasgos que Semprún ha hecho suyos de forma sobresaliente a partir de un montaje realista que, lejos de entronizar la figura de la francesa, plasma los desmanes de una vida de supervivencia, que llevó a la artista a vivir de su canción cantando a su propia vida.
Piezas como “Milord”, compuesta por Georges Moustaki, relatan el día a día de esas mujeres de vida alegre con las que se crió La Môme ante la ausencia de sus padres.
Para ahondar más en su personalidad, la intérprete protagoniza un original monólogo en el que ella es la única voz sobre el escenario, arropada por un elenco mudo que se desplaza con elegancia y moderación sin robarle foco.
Y nosotros somos su público, “su oxígeno”, como llega a declamar; un auditorio que, por momentos, se torna en aquella sociedad parisina de los felices años veinte, cuando la cantante empieza a ser reconocida. Aplaude y ríe con los desvaríos de la francesa, y guarda silencio, cómplice, ante los sufrimientos que marcaron su vida.
Tras la transformación del gorrión en la gran Édith Piaf y los días de vino y rosas, les llega el turno a canciones como “La Foule”, que habla de una multitud en fiesta, de la embriaguez de los buenos tiempos.
Aun así, Piaf no deja de cantar al amor, a “esa gente sencilla que ama” y la actriz venezolana desciende de la tribuna y vuelve a meterse en la piel de una mujer sufriente que entona el "Hymne à l'amour" desde la soledad de los amantes abandonados. Y es que el triunfo y todos los hombres que pasaron por su vida -Charles Aznavour, Marlon Brando y Georges Moustaki, entre otros- no la libraron de sufrir el desamparo y la pérdida tras la muerte de su único amor verdadero, el boxeador Marcel Cerdan, quien falleció mientras volaba de París a Nueva York para rencontrarse con ella.
Cabe destacar el diseño de iluminación, que contribuye una vez más a esa aproximación a la estrella para desmitificarla y descubrir a la mujer en todo su claroscuro, reforzado por un halo romántico que nos transporta a la Ciudad de la luz. También suman las proyecciones de la época y la escenografía, sencilla y dinámica al tiempo.
El momento cumbre de la obra llega con “La vie en rose”, cuyos versos son intercalados en francés, inglés y español mientras el público contiene la respiración y las lágrimas…
“Qué pasará después de que me muera? ¿Hablarán de mí? ¿Cantarán mis canciones?” reflexiona Semprún glosando los últimos tiempos de la artista antes de dejar huérfano a todo un país.
Precisamente, días atrás en un festival de música actual, La Maravillosa Orquesta del Alcohol grita:
“Salvar el Olympia como Édith… Non, Je ne regrette rien”
“Soy voz y delirio, y no me arrepiento de nada”, exclama la actriz protagonista antes de interpretar esta canción magistral que compendia una existencia inmortal.
Y como colofón, una sorpresa que pone en valor el acompañamiento instrumental de toda la obra, y un BIS de regalo de “Padam Padam” que el teatro corea a una, enardecido.