córdoba
"Nadie se da cuenta de nosotros. Queremos vivir sin miedo a que nos echen"
En Córdoba viven 600 personas en los 17 asentamientos que se estima que hay en la ciudad. Nos adentramos con la Cruz Roja, única ONG que les presta servicio, en tres de ellos

Imagen del asentamiento del Hotel Oasis
Córdoba - Publicado el
6 min lectura
En su libro “Casi” el compañero Jorge Bustos habla de que la aporofobia, que es el terror o el odio al pobre, no es sino la posibilidad de encontrar nuestra propia destrucción cumplida en un congénere. La Cruz Roja de Córdoba nos permitió entrar en un no lugar. Los llaman asentamientos y se ubican en zonas por las que es muy probable que hayas pasado en su coche o corriendo, pero es casi seguro que nunca te hayas detenido.
Eva coordina el equipo de voluntarios de desplazamientos y es quien nos presenta al grupo con el que vamos a movernos por la ciudad. Suelen ser cinco, seis o siete. Hoy estarán David, Miguel, Jesús y José Manuel. Llevarán agua y productos de primera necesidad, pero sobre todo les harán sentirse humanos.
David, arqueólogo y agricultor, va a hacer de portavoz. Él es quien arranca el motor de una ambulancia reutilizada en la que nos montamos. David y el funcionario ferrolano Miguel me explican quién decide cuándo hacen las salidas y por qué se hicieron voluntarios
La primera parada es el centro de salud de la Avenida del Aeropuerto, donde recogemos a la enfermera Ángeles y la trabajadora social Pilar.
Su presencia cambia la hoja de ruta porque deben actuar en su distrito sanitario. Iremos al conocido como asentamiento del Hotel Oasis, por detrás de la Avenida de Cádiz. Lógicamente el nombre no le gusta a los propietarios del Hotel Oasis, pero así se ha quedado. Un asentamiento particular, según nos explica David
Para llegar hay que vadear un camino lleno de fango que explica por qué hasta última hora no supimos, por la lluvia, si la expedición iba a tener lugar. Tampoco avisan nunca de su llegada para evitar crear más expectación de la debida.
El asentamiento se resume en una especie de plaza central en la que se acumulan residuos de todo tipo entre maleza que se encuentra delimitada por unas cuantas infraviviendas de madera cubiertas con plásticos oscuros y por muchos vehículos de todo tipo. Alguno de alta gama. Los gallos señorean y picotean a su antojo entre juguetes y chatarra variada. Me cuentan que se han llegado a ver cerdos vietnamitas en algún asentamiento. Empieza a llover mientras se estaciona la furgoneta y los voluntarios comienzan a hacer su trabajo.
Han de registrar minuciosamente quién se lleva cada litro de agua y cada kit higiénico. Las gotas de lluvia manchan los papeles y a quienes se acercan a por la ayuda. Casi todas son mujeres con carritos. Algún anciano también se acerca. Son todos rumanos. La inmensa mayoría de los seiscientos seres humanos que viven en Córdoba en asentamientos son de esa nacionalidad. No hay un censo claro, como es lógico, por su carácter nómada.
Tanto los voluntarios como las dos profesionales del ramo ayudan al reportaje pidiendo testimonios mientras se dedican a lo suyo. Ellos aceleran en la medida de lo posible el reparto y ellas tratan de hacer que las mujeres se interesen por su ayuda. No siempre es sencillo.
Amalia tiene 18 años y ya ha sido madre dos veces. A pesar de haber tenido que madurar a marchas forzadas conserva una belleza adolescente merced a sus dos ojazos. Chapurrea español lo suficiente como para transmitir una tranquilidad que choca con lo que la rodea mientras porta en brazos a uno de sus hijos.
María me dice primero que se llama Ana, pero parece ser que es María. Tiene 25 y lleva desde los siete viviendo así. Tiene tres hijos y ríe y normaliza su situación. La más locuaz es Tanta, que es la única que pide algo a quien le quiera escuchar. La trabajadora social Pilar hace de periodista y me pregunta qué realidad veo yo. Le devuelvo la pelota a su tejado y me contesta.
Aunque nadie pudiera imaginar vivir en peores condiciones en la Europa del siglo XXI, a ellos les compensa. Consideran que no tienen que pagar nada por vivir y, además, tienen una asistencia médica gratuita de la que carecen en su país. Además, ganan dinero como para, en un futuro, construirse una casa en Rumanía y “jubilarse” allí. Algunos, porque también hay ancianos en el Asentamiento del Hotel Oasis.
Lo que nadie esperaba encontrar en esta húmeda visita es a un futuro voluntario. Ha sido la grata sorpresa de la tarde. Un tesoro.
La ruta nos lleva ahora al asentamiento del Fontanar, sito junto a las pistas de atletismo y separado de la civilización por una cortinilla de plástico verde unida a un hierro con un alfiler. Es como un velo que aleja de la realidad a quienes no quieren mirarla. A todos, en suma. En él hay una infravivienda calcinada que, me cuentan, era casi de lujo atendiendo a las circunstancias. Una historia de violencia envuelve a esas cenizas. Apenas quedan dos familias residiendo en ese terreno, que es de propiedad privada. Una anciana y una mujer joven salen a recibir el agua y los kits que se les dejan lo más cerca posible de sus casuchas, que nunca llego a ver.
Es la última parada para Ángeles y Pilar, que sacan sus conclusiones junto al resto del equipo mientras planean su próxima salida.
Los voluntarios de la Cruz Roja han reservado unos cuantos litros de agua y un kit higiénico para Lidia. Ella vive guarecida por un árbol y a la sombra del silo. El ruido de las vías del tren forma parte de su día a día. No es lo peor de su cotidianidad ni mucho menos. A Lidia, que ahora vive de pedir limosna en la puerta de los supermercados, le pegaba su indeseable marido hasta que fue detenido. David y su equipo veían los moratones en los ojos de Lidia. El alivio de sus amigos voluntarios, que siempre reservan un hueco en sus salidas para ella, duró poco porque desde hace un tiempo temen que ahora sea un teórico primo suyo sea quien la agreda. Ofrecen a Lidia el palé sobrante donde estaba el agua y ella interpreta que le están pidiendo a ella uno y en su respuesta se asoma el miedo ante una posible reacción airada de su nuevo dueño. El alcoholismo, otro mal demasiado común en los asentamientos, puede agravar el carácter violento de algunos.
David, Miguel, Jesús y José Manuel me despiden después de enseñarme los almacenes de la sede principal del edificio principal de la Cruz Roja de Córdoba. Para ellos, que ya analizan lo anormal desde los ojos de lo cotidiano por lo que han vivido, ha sido otro día más. Italo Calvino pedía en las ciudades invisibles “Buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”. Ellos, con su trabajo, hacen de los más dignos embajadores de nuestro cómodo mundo en un lugar que desconocemos. Son la cara que nosotros no somos capaces de dar.