“¿Por dónde empezamos?”

por Rafael Benítez

Rafael Benítez

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A veces encuentro gente que identifica ser cristiano, ser creyente con un optimismo vital y una alegría desenfadada, como quien confía en que nada malo puede pasarle, que todo va a ir bien y que la tormenta no le rozará. Qué más quisiéramos. La tormenta y el nubarrón llegan, la incertidumbre, la oscuridad se ciernen sobre el creyente como sobre el no creyente. Ya el Maestro lo había advertido “¿no hace salir el sol sobre buenos y malos, llover sobre justos e injustos?” (Mt. 5, 45). Luego la fuente de la alegría y la esperanza del creyente no está en una vida sin sombras, sino en cómo afronta la verdadera fe y la verdadera esperanza esas sombras, comunes a la condición humana.  

Cuando ardió la cubierta de Notre-Dame de París, se pudo ver una foto del interior al acceder los bomberos tras la extinción del fuego. En medio de una absoluta oscuridad, la luz que llegaba desde el hueco de la cubierta hacía brillar intensamente una cruz que se veía al fondo en medio de la negrura. No se me ocurre mejor metáfora de la esperanza cristiana. En lo más oscuro de la noche una luz de lo alto ilumina la cruz para que no erremos el camino. Sí, es una cruz, no hay otra puerta para salir de estas sombras, de esta ceniza y de esta muerte. Tras ella está la gloria en que esperamos y es un símbolo del verdadero amor que nos mueve en lo cotidiano. Del que se entrega sin reservas.  

Ayer nos hablaba Raúl Tinajero, director de Pastoral Juvenil de la Conferencia Episcopal para más señas. Bueno, cuando contaba su visión y sus experiencias y tal, me sentí un poco como el joven del episodio evangélico, si hubiera podido intervenir, le hubiera dicho “todo eso lo he hecho, ¿qué me falta?”. Quizá vivir una segunda juventud con toda la experiencia acumulada, lo imposible. Mi abuela solía decir: “era menester haber sido primero viejo y después nuevo”. Yo entonces no lo entendía y me pasa como con tantos aprendizajes, cuando los consigues lamentas que se haya hecho tan tarde. 

Pero la cruz sigue brillando, allá en la lejanía. Ese brillo es inquietante y esperanzador. Alguno quizá prefiere no mirar, no confrontarse con esa elección. Porque hay que elegir, creer es también una elección, esperar lo es, y amar con el amor del crucificado es la elección definitiva. Ante la evidencia del pecado de la Iglesia, algunos se plantean seguir otros caminos o bien, asumir estrategias para reformar las estructuras, como si estas existieran al margen de los que las componen. “Veras como nosotros lo haremos bien”, piensan tal vez. El Cardenal Sarah comenta en su libro: “¿Qué podríamos hacer? ¿Un movimiento? Esa es la tentación más grave: una división tapada con oropeles. Con la excusa de hacer el bien, nos dividimos, nos criticamos, nos destrozamos. Y el diablo se ríe. Ha conseguido tentar a los buenos con la apariencia del bien. La Iglesia no se reforma con la división y el odio. Se reforma comenzando por cambiar nosotros mismos. No dudemos, cada uno desde nuestro sitio, en denunciar el pecado, empezando por el nuestro.” Se me ocurre que no hay mejor tarea para el adviento que viene, valga la redundancia. 

Contaba el otro día Enrique García-Máiquez: “Hay una anécdota de Dante de la máxima actualidad. Cangrande della Scala, el poderoso señor feudal que lo tenía acogido, le preguntó (con ese punto de mala uva que termina provocando tener a un invitado de gorra) cómo era posible que su bufón, tan estúpido y torpe, fuese popular en la corte, y que, a él, a Dante, tan sabio, todos le tuviesen, en cambio, tantísima ojeriza. A lo que el poeta contestó de volea: "No te maravillarías si supieras que las causas de la amistad son la igualdad en el modo de ser y la semejanza espiritual". En la misma longitud de onda andaba Rabí Ver. Cuando comprendió que se había hecho famoso, rogó a Dios que le revelase cuál era el pecado que había cometido.” 

Una vez más, Él viene y todos los amaneceres proclaman su cercanía.

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