Acoger o no acoger: Esa es la cuestión
Hay pocas diferencias entre la aceptación social del aborto y la xenofobia, realmente tan solo el alcance de la casa
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Acoger o no acoger, “esa es la pregunta ¿Cuál es más digna acción del ánimo, sufrir los tiros penetrantes de la fortuna injusta, u oponer los brazos a este torrente de calamidades, y darle fin con atrevida resistencia? La genialidad de Shakespeare parte de mostrar el alma humana más allá de la circunstancia política del momento. Yo me atrevo a seguir parafraseándolo aún a riesgo de que este artículo suene demasiado político: ¿Qué acción es más digna humanamente, sufrir las exigencias que traerá aquel que pide entrar en casa desde el agua salina, u oponer los brazos a este torrente de calamidades y dar fin al deseo del que viene y cerrar la puerta de la casa?
Una parte de la derecha puede tender a pensar, en mi casa, mi país, sólo entra quien yo quiero. Cuando venga un inmigrante no deseado me perturbará el orden, no me dejará dormir tranquilo, tendrá si es que lo hace, que aprender las normas de la casa y no saltarse mi autoridad, adaptarse a la casa, y al principio será fácil, manejable, pero ¿Y luego? ¿Qué pasará con mi trabajo? ¿me lo quitará? Con el paso del tiempo, decidirá que los de la casa no somos quienes para imponer normas y que su juicio, sus valores serán iguales o más importantes para él y querrá imponerlos en mi casa. Pero sobre todo y más importante. Es una persona, mejor dicho un inmigrante, no deseado. Nadie le llamó. Nadie pidió que viniera, se coló en un desliz, por una verja cuya reja no nos protegía lo suficiente y ahora anda ahí flotando en el ese medio acuoso salino, que es el mar esperándolo todo de nosotros. Y eso sólo para cambiarnos la vida que hemos decidido tener sin él. YO SOY EL DUEÑO DE MI PAÍS. Aquí entra solo quien yo admito. Y además es que no estoy preparado para que entre. Solo aceptamos inmigrantes legales con papeles que demuestren adecuadas cualificaciones, su buen origen geográfico y moral y cuando yo los quiera. Lamento su situación pero no es mi problema.
Y una parte de la izquierda puede tender a pensar lo mismo: en mi casa, mi familia, sólo entra quien yo quiero. Cuando venga un embarazo no deseado, un feto, me perturbará el orden, no me dejará dormir tranquila, tendrá si es que lo hace, que aprender las normas de la casa y no saltarse mi autoridad, adaptarse a la casa, y al principio será fácil, manejable, pero ¿Y luego? ¿Qué pasará con mi trabajo? ¿tendré que renunciar a él? Con el paso del tiempo, decidirá que los de la casa no somos quienes para imponer normas y que su juicio, sus valores serán iguales o más importantes para él y querrá imponerlos en la casa. Pero sobre todo y más importante. Es un niño, mejor dicho un feto no deseado. Nadie le llamó. Nadie pidió que viniera se coló en un desliz, por una rotura de un preservativo cuya reja no nos protegía lo suficiente y ahora anda ahí flotando en el ese medio acuoso salino, que es el vientre de una mujer esperándolo todo de nosotros. Y eso sólo para cambiarnos la vida que he o hemos decidido tener sin él. YO SOY EL DUEÑO DE MI FAMILIA. Aquí entra solo quien yo admito. Y además es que no estoy preparado para que llegue. Solo aceptamos hijos queridos, deseados, que demuestren su buen origen genético, libre de enfermedades y cuando yo los quiera. Lamento su situación pero no es mi problema.
Hay pocas diferencias entre la aceptación social del aborto y la xenofobia. Realmente la diferencia es tan solo el alcance de la casa. La cuestión, como la Iglesia nos pone delante no es otra que la de acoger o no acoger. Y como Shakespeare, no desearía que lo que escribo no pretende establecer una comparación política contemporánea sobre las soluciones a cada uno de estos graves problemas sino ir al fondo del drama humano, del que no escapamos ninguno es más profundo: Nuestro mundo “ha cegado sus ojos y ha endurecido su corazón, de modo que no vean con los ojos ni entiendan con el corazón” (Juan 12,40) ¿Cómo es posible acoger cuando el que acoges te cambia la vida, pone en peligro tu estabilidad o proyecto personal o incluso familiar, tu empleo, tu seguridad? Pero ¿Cómo es posible que la Iglesia sea tan irresponsable para seguir invitándonos al acogimiento del otro, ya sea tu hijo o tu hermano? ¡Qué escándalo! ¡Poner en peligro mi civilización, mi vida, mi futuro! Para que yo me fiara necesitaría por lo menos que un Dios me acompañara cada día, cada madrugada que llora mi niño o cada anochecer en el que se cierne el peligro en mis calles. Pero si Dios existiera, no tendría que haber permitido que este inmigrante saliera de su país o que este hijo llegara a mi vientre. Y la realidad es que estoy sola frente a quienes llaman a mi puerta pidiéndome cariño, trabajo, comida… Y no puedo abordarlo, de modo que sólo puedo vivir mi vida como una defensa, un muro hecho de piedra o de supuestos derechos que me protejan frente al inmigrante, frente al feto. Es mi país, es mi cuerpo. Es mi casa. En realidad, de derechas o de izquierdas no somos tan diferentes porque nuestro corazón es el mismo, y la cuestión humana es sólo esa: Acoger o no acoger. Esa es la pregunta. Y hace dos mil años vino la repuesta a la tierra: “Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mateo 25, 40). Aunque parezca increíble, la Iglesia sigue y seguirá invitando a acoger a todos, hermanos e hijos, porque el Padre mandó a Cristo a asegurarnos de que él nos acompañará, a pedirnos que busquemos el Reino de Dios, el que acoge a todos “y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mateo 6,33). Un inmigrante y un feto tienen algo en común: cada uno a su escala, son una siempre una invitación a superar nuestra dureza del corazón, como individuo y como país.