La cuestión seria del destino último

José Luis Restán

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Me llama la atención el escaso eco que ha tenido el importante discurso del Papa Francisco a la Asamblea de la Academia Pontificia para la Vida en el que convoca a sus miembros, por un lado, a desenmascarar “el trabajo sucio de la muerte”, y por otro a emprender con inteligencia y conciencia del momento histórico, lo que ha denominado “el bello trabajo al servicio de la vida”.

Es interesante, en primer lugar, la denuncia de ese “trabajo sucio de la muerte” y la identificación de su raíz, que Francisco sitúa en la persuasión “de que la muerte es el final de cada cosa, que hemos venido al mundo por casualidad y estamos destinados a terminar en la nada”. La consecuencia es que la vida se repliega sobre sí misma y se convierte en bien de consumo; al igual que Narciso, el hombre se ama a sí mismo e ignora el bien de los demás. El Papa piensa que debe surgir una visión global de la bioética, fuertemente anclada en la tradición cristiana, que se comprometa con seriedad a desenmascarar la complicidad con el trabajo sucio de la muerte, sostenido por el pecado. Esta bioética debe partir de la profunda convicción de la dignidad irrevocable de la persona humana, amada por Dios en cada fase y condición de su existencia, y por tanto buscará las formas del amar y de cuidar su vulnerabilidad y su fragilidad.

Francisco propone la perspectiva de la “ecología humana” sugerida en su encíclica Laudato si, y advierte que la aceptación del propio cuerpo como don de Dios, en su feminidad o masculinidad, es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común. En otro pasaje propone un cuidadoso discernimiento de los pasajes delicados o peligrosos que exigen especial sabiduría ética y resistencia moral: la sexualidad y la generación, la enfermedad y la vejez, la insuficiencia y la discapacidad, la privación y la exclusión, la violencia y la guerra. Y advierte sobre la necesidad de “una proximidad humana responsable”, porque sin ella, ninguna regla puramente jurídica y ningún auxilio técnico podrán, por sí solos, garantizar la salvaguardia de la dignidad de la persona.

Pero el núcleo quizás más original de este discurso nos espera justo al final, cuando el Papa señala que la cultura de la vida debe dirigir más hondamente la mirada a la «cuestión seria» de su destino último, como respuesta a la raíz de la cultura de la muerte. La vida del hombre, dice Francisco, es hermosa hasta encantar y frágil hasta morir, pero siempre mira más allá de sí misma: somos infinitamente más que aquello que podemos hacer por nosotros mismos. La vida del hombre es increíblemente tenaz, lo es por una misteriosa gracia que viene de lo alto: a pesar de todas sus dificultades, tiene la audacia de invocar la justicia y de esperar la victoria definitiva del amor. La sabiduría cristiana, a juicio del Papa, debe reabrir con pasión y audacia el pensamiento sobre el destino del hombre, al que Dios ha prometido abrir, más allá de la muerte, el horizonte infinito de una vida en el amor, donde ya no habrá más lágrimas. ¡Qué poco hablamos de estas cosas!… y sin embargo deberíamos ser testigos de esta certeza para una humanidad sedienta. Esto es construir “cultura de la vida”, en frase feliz de san Juan Pablo II. Una tarea que Francisco señala a los cristianos de hoy con perfiles novedosos que debemos atender con seriedad.

José Luis Restán

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