La actitud de la Iglesia española ante la llegada de la República
Se conmemora el 90 aniversario
Madrid - Publicado el - Actualizado
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En un artículo publicado hoy en Alfa y Omega, el profesor Andrés Martínez Esteban, de la Universidad de San Dámaso, explica que, tras la proclamación de la República, el nuncio en España, Federico Tedeschini, solicitó al entonces Secretario de Estado, Eugenio Pacelli, instrucciones para los obispos españoles. Las indicaciones que llegaron de Roma no dejaban lugar a dudas: los católicos, independientemente de su filiación política, tenían que respetar y obedecer a los poderes constituidos para el mantenimiento del orden y el bien común.
Los obispos hicieron suyas las indicaciones de Roma y manifestaron que el acatamiento al poder constituido era un deber de conciencia que los católicos no podían eludir. En esta misma línea se situó el diario católico El Debate, dirigido por Ángel Herrera Oria, haciendo suya la doctrina de León XIII sobre los poderes constituidos. El editorial deseaba que la nueva República representase «la unidad patria, la paz, el orden».
Pronto, los acontecimientos demostraron que estos deseos eran un ideal inalcanzable en aquella España. A pesar de estas disposiciones, y del compromiso inicial del Gobierno de garantizar la seguridad de la Iglesia, pronto se comenzó a limitar la libertad de los católicos. Se eliminó la Religión de la escuela, haciéndola obligatoriamente laica; fueron secularizados los cementerios; la nueva Constitución eliminó toda ayuda económica a la religión católica; se expulsó a la Compañía de Jesús, y la ley de congregaciones limitó la actividad de las órdenes religiosas en la enseñanza y en los hospitales. Todo ello provocó que el nuncio Tedeschini denunciara en distintas ocasiones unas leyes arbitrarias que limitaban los derechos de la Iglesia y atentaban contra la conciencia de los católicos.
A partir de febrero de 1936 se pasó de una legislación anticlerical a una persecución sistemática que se hizo especialmente cruel al estallar la guerra, entre julio y noviembre de ese mismo año. El Papa Pío XI habló entonces de la persecución y quiso impartir su bendición a creyentes y no creyentes, extendiéndola a los que “con actos y métodos extremadamente odiosos y cruelmente persecutorios” habían visto en la Iglesia a un enemigo. El Papa pidió incluso a los católicos que amasen con compasión y misericordia a sus perseguidores, y que orasen por ellos. Algo que se vería muy pronto reflejado en el testimonio de miles de mártires.