Cristina López Schlichting: "Gracias de corazón en nombre de una madre que ha vuelto a ver nacer a su hijo"

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¡¡¡Muy buenos días España!!! Es Día de Reyes de 2024. Día 6 de enero de un año bisiesto que nos regala 366 días.

Mis queridos amigos, hace exactamente un mes un tren arrolló mi vida. Tú que estás con tu café, escuchando la radio en tu cocina, ojeando los periódicos o preparando la comida y la mesa de este día, mira un instante a tu alrededor y da gracias de estar vivo. Cada jornada es un magnífico regalo que no podemos dar por supuesto.

Durante todo un mes, desde el pasado cinco de diciembre, uno de mis hijos ha estado entre la vida y la muerte. Literalmente. Desde entonces he conocido a varios padres que han perdido a sus hijos y os puedo asegurar que es más fácil prepararse para la muerte propia que asistir impotente a la de quien por regla natural tiene que sucederte.

Hay quien no cree en los ejércitos celestiales, pero yo los he visto.

Por razones totalmente fortuitas, como suele ocurrir en la mayor parte de los accidentes, mi hijo acabó en una UCI, una Unidad de Cuidados Intensivos, de un hospital de la seguridad social, La Princesa de Madrid. En mi vida he visto un espectáculo semejante. Decenas de médicos luchando a brazo partido por un chico de 32 años que estaba sentenciado. Cráneo roto, hemorragia en el hígado, pulmones reventados, caderas fracturadas. Hace cinco años la muerte hubiese sido inevitable. Y ahí ves la magnífica inteligencia humana, regalo de Dios, en un ejercicio de acrobacia, imaginando caminos para robar a la muerte lo que se quería llevar.

Frente al corazón que se paraba, la noradrenalina que lo obligaba a arrancar de nuevo. Ante los pulmones que no podían tirar, una máquina que extraía toda la sangre del cuerpo por la arteria femoral, la oxigenaba y la volvía a introducir por la yugular.

Y, a la vez, una cuadrilla de fornidos traumatólogos clavando y ensamblando un andamiaje de hierros para fijar los huesos que se desbarataban. En mi vida, insisto, he visto nada igual. No conocían a mi hijo, desconocían a esta pobre locutora, y sin embargo un batallón de profesionales respondieron a una, poniendo nombre a esto. El nombre es civilización. Un espacio y un tiempo donde la vida de un ser humano es preciosa. A mi hijo no se le podía dar la vuelta, como se hizo con los enfermos de covid, porque tenía los huesos rotos, así que se le colocó en una cama oscilante para moverlo de lado a lado, en una acrobacia impensable que desperezase los pulmones rotos. No se le podía operar la cabeza y se le colocó una sonda para medir la presión intracraneal. Toda la imaginación del mundo para arrebatar a la Parca lo que se empeñaba en quitarnos.

De rodillas delante del Sagrario, nunca he estado sola.

Mi hijo estaba en coma, pero cientos y cientos de personas, conventos de carmelitas, de clarisas, de oblatas han pedido al Misterio que iluminase la inteligencia y las manos de los médicos y los enfermeros. En Cope, un delicadísimo silencio y un apoyo total me han permitido un mes de ausencia y mis compañeros, Marci Ortega, Jesús García Ercilla, Laura Rubio y Paloma Paulete, Beatriz Pérez Otín y Diego González, que han estado al micrófono principal, los técnicos en plena Navidad, han asumido el trabajo que yo no podía hacer. José Luis Restán, Javier Visiers y Enrique Campo solo dijeron una cosa desde la dirección de la casa. Ahora, Cristina, la prioridad es otra. Adelante.

Qué poco, qué poco amigos, es un ser humano, aunque sea una madre.

Y qué muchísimo es cuando no está sola. Cuando detrás hay profesionales salvajemente abnegados, familias y monasterios, amigos y una empresa cristiana sosteniendo a un compañero herido por la vida.

Qué belleza. Permitidme, en esta mañana de los Reyes Magos, agradecer el regalo de la vida. Mi hijo tiene un larguísimo camino de rehabilitación e incertidumbre por delante, pero hoy es el día de abrazar a los intensivistas del hospital de La Princesa, María, Beatriz, Laura, tantos cuyo nombre no he podido aprender, y que coordina el doctor Fernando Suárez. A los internistas, neumólogos, traumatólogos, neurólogos y psiquiatras.

Los enfermeros -Sara, Sandra, Marta, David, Daniel, Cristian, la memoria no me alcanza-. Esos enfermeros que sabían distinguir cifras y números impensables, la máquina de los pulmones de la del cerebro, los drenajes de sangre de los drenajes de orina, los monitores y los ordenadores que controlaban drogas, sedantes, medicinas incontables. Gracias. Gracias de corazón en nombre de una madre que ha vuelto a ver nacer a su hijo.

De vosotros he recibido lecciones imperecederas. Como ese día en que me empeñé en enseñarle a mi hermana el andamio que se había construido en torno a las caderas y la pierna de mi hijo y Daniel -creo que fue Daniel- me corrigió severamente. “¿Pero usted piensa que su hijo, por estar en coma no tiene intimidad?”.

“Es que yo, bueno -me atreví a balbucear- yo le cambié los pañales de bebé, estoy familiarizada…”. “¿Pero no ve las paredes de cristal -contestó el muchacho- no ve que cualquiera puede verlo?”

El enfermero Daniel me enseñó ese día que la dignidad de un ser humano no decae por su falta de lucidez o su inmovilidad. Que hay hombres y mujeres dispuestos a luchar por una falange de un enfermo con la misma fiereza que otros por un corazón o un hígado.

Me llevo de este camino que no ha hecho más que empezar, lecciones imborrables de inteligencia, prudencia y arrojo. De cariño y solidaridad, de fe. Gracias. Gracias de corazón. Y al cielo le pido, en este Día de Reyes, estar a la altura de este regalo.

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