Jorge Bustos: "¿No está generando Israel un rencor antisemita más duradero que el que quería combatir?"

El presentador de La Linterna hace balance de cómo han actuado Hamás e Israel desde que comenzó el conflicto en la franja

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Jorge Bustos: "¿No está generando Israel un rencor más duradero que el que quería combatir?"

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Me cae bien Antony Blinken, el secretario de Estado de Estados Unidos. No sé mucho de él ni soy un experto en geopolítica, pero me cayó bien desde el momento en que vi la expresión de su rostro por televisión un día de enero de 2022. Eso fue un mes antes de la invasión de Ucrania, y Blinken ya sabía que la intención de Putin era invadirla de forma inminente. Lo sabía porque los servicios de inteligencia norteamericanos siguen siendo los mejores del mundo, porque el nacionalismo fanático siempre termina en guerra y porque las tropas rusas se estaban acumulando sospechosamente en la frontera ucraniana.

Entonces Blinken tomó un avión y se reunió en Ginebra con Serguéi Lavrov, el gélido ministro de Exteriores de Putin. La cara de Lavrov durante aquel encuentro expresaba una gélida arrogancia; la cara de Blinken, por el contrario, reflejaba una angustia llena de humanidad: uno le miraba y se daba cuenta de que por la mente del americano ya estaban desfilando soldados mutilados, niños bombardeados, mujeres violadas.

Todas las calamidades que traería la guerra que Putin estaba a punto de provocar. Y esa cara decía además, con un doloroso fondo de rabia, que no podía hacer nada por evitarlo.

No sé cuántas veces ha viajado Blinken a Ucrania desde que fue invadida para renovar el apoyo de Estados Unidos a Zelenski, que sigue luchando por la libertad y por la democracia.

Pero sé que el secretario de Estado ha viajado a Israel por novena vez desde que Hamás perpetró la infame masacre del 7 de octubre. Su obsesión es conseguir el alto el fuego en Gaza. Llevar la paz, o al menos una tregua, al punto más caliente del planeta. Un lugar atrapado en un conflicto político y religioso que dura ya ocho décadas. Blinken tiene encomendada la ardua misión de negociar con un aliado tradicional como Israel, que sigue traumatizado por el brutal ataque, y al mismo tiempo debe hacer entrar en razón a Hamás, la misma organización terrorista que provocó la guerra porque vive del conflicto.

Hamás desaparecería sin un enemigo judío que justificara su yugo sobre los palestinos, su derroche en túneles militares y no en comida o instituciones, su uso y abuso de escudos humanos. Y Netanyahu, por su parte, depende de partidos que exigen la expulsión de todos los palestinos, y sabe que su carrera política y su horizonte judicial se oscurecerán definitivamente si cesa la tensión bélica en Israel.

Así que más allá de la presión internacional humanitaria, la tregua no conviene a los intereses de unos ni de otros. Es más fácil mezclar el agua y el aceite, es más fácil hacer las paces entre la serpiente y la mangosta que la misión de nuestro hombre. Lo que persigue Blinken, ayudado por Egipto y Catar, es un pacto que permita detener la escalada de tensión en la región, liberar al centenar de rehenes israelíes que todavía permanecen en Gaza, y permitir la entrada de una ayuda humanitaria absolutamente vital para paliar el infierno en que vive ahora la población gazatí. Esto es lo que está persiguiendo Blinken y lo está haciendo sin descanso, con un tesón admirable, con un optimismo a prueba de la cruda realidad. Ojalá lo consiga.

Aclaremos algunos conceptos. Israel es la única democracia de la zona -con libertad de expresión y de crítica- y no empezó esta guerra. De hecho estaba construyendo la paz con el mundo árabe cuando Irán, aterrado ante esa alianza entre judíos y árabes, envió a sus tontos útiles y crueles de Hamás a matar israelíes en un festival de música. Los mataron de un modo especialmente atroz que solo admite comparación con el Holocausto.

Y la comunidad internacional comprendió que Israel estaba legitimado para responder.

Ahora bien, esa legitimidad de origen puede perderse por un ejercicio desproporcionado de la respuesta militar. Hace poco el corresponsal y ensayista David Rieff citaba en un artículo la doctrina católica de la guerra justa, basada en las obras de san Agustín y santo Tomás de Aquino.

Para que una guerra sea justa, esta doctrina exige que los medios con los que se libra también sean justos. Si me perdonas los latinajos, el “ius ad bellum”, el derecho de ir a la guerra, debe estar acompañado por el “ius in bello”: el derecho observado durante la guerra. El empleo de las armas -dice la filosofía tomista- no puede entrañar males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar. Y dice también que la guerra solo es aceptable cuando “todos los demás medios se han mostrado ineficaces”, y cuando “se reúnan condiciones serias de éxito”.

A la luz de esta doctrina, me atrevo a formular tres preguntas. Primera: ¿Es posible exterminar a Hamás, incardinado en la población civil, por la fuerza? Segunda: ¿No está generando la ofensiva israelí males mayores y un rencor antisemita más duradero que el que pretendía combatir? Y por último, en homenaje a Blinken: ¿De verdad no queda ningún espacio para la diplomacia?

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