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La foto de hoy llega de un sitio donde el verano es frío y no se ve el sol. Retrata un espigón de ladrillo que se interna en un mar inhóspito. La foto es un cuadro con una paleta de blancos y grises que no caben en cifra alguna. Al fondo el gris es azulado, a las nubes y al agua le llega una luz que no sabe de dónde nace. Una luz sin padre ni madre. Pero después cae del cielo un telón más oscuro que se queda como esas persianas que ni terminan de subirse ni de bajarse. Y el océano encabritado de otro gris, este azulado, recibe aquí y allí destellos y fulgores que se cuelan de lo alto. Las olas muy revueltas, saltan y se retuercen y estallan y se arremolinan y dibujan caracolas imposibles. Y parece que las olas llegan al espigón con un plan para derribarlo porque la espuma se derrama como metralla, golpea la base, se lanza con formas violentas sobre la barandilla. Al final del espigón resiste un pequeño faro que ha conocido muchos temporales. El faro no llega a ser atalaya más bien parece una torrecita doméstica con cintura femenina coronada por una lámpara generosa. En realidad el faro no resiste, no se opone, no lucha. La lámpara no pretende destruir las tinieblas, solo se concentra en lucir para quien quiera verla. Y desde la lejanía es muy poca cosa, podría confundirse con una espejismo de nada.