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La foto de hoy es una obra de arte, una obra de arte en blanco y negro, con claroscuros abismales, con luces y sombras en equilibrios imposibles, con un gesto condenado al fracaso que nos habla de esa nostalgia de perfección que, a pesar de los desengaños, ruge dentro de nosotros como una fiera antigua. La autora es Nina Welch-Kling y ha retratado el portalón de una gran casa en un barrio elegante. El portalón noble está abierto y sumido en una gran oscuridad, una oscuridad a la que no se acostumbra el ojo por más que pase el tiempo porque digan lo que digan lo nuestro es la luz. El suelo de adoquines pequeños, como teselas grises de un mosaico que crece en espiral buscando un espacio infinito. Una pelota de fútbol está suspendida en el aire y proyecta una sombra perfectamente redonda, como una luna llena de luto, como la moneda que hay que entregar al barquero para que te lleve el alma al otro lado de laguna.
La pelota en el aire y una pierna femenina, delgada, bonita-que bonitas son las piernas bonitas-, un pie con el empeine muy estirado, seguramente el pie de una joven con falda ligera de un estampado complicado. Es lo único complicado en la foto, el estampado. La pelota en el aire, las sombras de la pelota y de la pierna muy cerca. No se sabe si la pelota va o viene, si la pierna se está retirando después de haberla golpeado o si se dispone a darle una patada certera. Bien mirado, bien pensado, está claro que la pelota va caer al suelo, va a rebotar en los adoquines. Porque la pierna está cerca pero no lo suficiente, porque la patada sería demasiado perfecta, porque nunca el gesto es tan preciso, tan acabado, tan virtuoso, tan pulido como uno hubiera deseado.