Foto de un salón elegante con las paredes forradas de una madera noble. La madera, cortada en listones finos, dibuja formas geométricas. Bajo la pared un piano. La luz entra de izquierda a derecha, viene de un jardín y se reparte a través de un gran ventanal con rejas. Las rejas siguen en su sitio pero los cristales de la elegante ventana están hechos añicos, la delicada cortina que filtraba el fulgor del verano es ahora un guiñapo sucio. La pared de la ventana, ahumada por algún pequeño incendio. Y fuera de sitio, como memoria de una violencia loca, junto al piano, reposa un lavabo y otra pieza de un baño, las dos destrozadas. El suelo salpicado de cristales y de munición. Un soldado con traje de camuflaje, con manchas verdes y marrones, con un casco muy historiado, con un chaleco antibalas, con unas botas que han recorrido las trincheras del dolor, con una mochila al hombro, con las manos entumecidas y sucias, un soldado -digo-se ha sentado ante las teclas del piano. Y ha querido arrancarle al instrumento una melodía que estaba escondida bajo las yemas de sus dedos. Las teclas se quedaron mudas para siempre después del último bombardeo y solo se escucha el martilleo impotente de la madera blanca. No suena en el elegante salón la música, pero suena en las tripas del soldado que por un segundo, que por un minuto, vuelve a un mundo donde la belleza era posible, donde la belleza era real. Y si esa belleza fue real, si fue densa como la levadura de una esperanza, lo sigue siendo.