La felicidad es la meta

Leo la reseña de un libro que acaba de aparecer con motivo del vigésimo aniversario de la muerte de Juan Pablo II, con este sugestivo título: “La meta es la felicidad”. Este librito que recoge 366 pensamientos de Karol Wojtyla, uno para cada día del año, por el momento sólo está disponible en italiano. Son textos escritos antes de ser elegido Papa y al releerlos se desvela la frescura, la potencia, la modernidad (en el mejor sentido) de su pensamiento, diría más aún, de su experiencia humana y cristiana.

“Cristo revela el hombre al propio hombre”, decía entonces un obispo que realizaba su tarea con los jóvenes bajo un régimen totalitario. “El ser humano tiene valor por el hecho de ser persona, no porque pertenezca a esto o aquello, o porque tenga una u otra cualificación, tiene valor porque es un ser humano”. Pensemos cómo debía resonar esta afirmación en la Polonia de los años 710 del siglo pasado. Puedo imaginar a Wojtyla surcando en kayak con sus jóvenes los ríos que bajan de los montes Tatra: “en su corazón mismo el hombre es relación con Dios, de modo que sin el Creador desaparece, y al mismo tiempo, es relación con los demás seres humanos; independientemente de la diferencia de lenguas, culturas, razas y naciones… independientemente de la diversidad de clases sociales, independientemente de la diversidad de regímenes políticos, un solo Padre, la familia humana”. ¿No ha dicho eso mismo el Papa Francisco, cincuenta años después, en Fratelli Tutti?

En torno a una hoguera, en los bosques de Zakopane, Karol Wojtyla decía a los jóvenes que “el hombre es imagen de Dios en cuanto que tiene un instinto para la verdad, y que ese instinto tan connatural se convierte en una de las pruebas más claras de su peculiar trascendencia en el mundo de las cosas”. Puedo imaginar el brillo en los ojos de aquellos muchachos y muchachas: de la mano de aquel gran amigo entendían que la meta de la vida es la felicidad, y el camino para alcanzarla, Cristo.