No se despacha en las farmacias
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Hace unos días, el secretario de la CEE, Luis Argüello, se refería a algunos de los males que acompañan la vida diaria de nuestra sociedad: la soledad de muchas personas, la ruptura de las familias, la violencia latente en muchos sectores juveniles… y advertía que, si bien son necesarias leyes justas y eficaces para responder a estos problemas, nunca bastará la aplicación de la ley para resolverlos. Tampoco podemos buscar la respuesta en una “receta” con la que ir a la farmacia y que nos despachen el remedio. Se necesita un cambio profundo de los corazones, de la mentalidad, de nuestros estilos de vida personales y comunitarios. Un cambio que necesita relaciones, tiempo, lugares donde se pueda ver y tocar una manera distinta de vivir, necesita testigos. ¿No es esa la tarea de la Iglesia?
A veces se nos escapan las fuerzas, y también la alegría, en la crítica amarga a los males del mundo (que son tantos), y en el empeño de conseguir normas y fórmulas que aseguren un cambio a mejor. Por supuesto que hay que intentar la mejor organización de la convivencia, y los cristianos debemos participar en ese esfuerzo. También es necesario levantar una voz crítica y constructiva respecto de las legislaciones injustas y respecto de una cultura que desprecia dimensiones esenciales de lo humano. Pero el servicio más decisivo que podemos ofrecer los cristianos es el testimonio de que la vida “es otra cosa”: es sed de justicia, de belleza y de felicidad, es respuesta a una llamada amorosa que nos acompaña desde nuestro nacimiento y hasta la muerte. No basta un razonamiento, necesitamos ver y tocar esto en la vida de algunos: en su forma de trabajar, de divertirse, de ayudar a los necesitados, de hacer familia, de perdonar. Eso que asombraba a las gentes del Imperio romano cuando veían a los cristianos. Gente extraña, quizás, pero entraban ganas de vivir como ellos.