Doctor de la Iglesia de la modernidad
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En el coro no siempre bien afinado de reacciones al fallecimiento de Benedicto XVI me ha interesado especialmente lo que ha dicho su biógrafo, el periodista alemán Peter Seewald. Porque su historia es la de muchos: uno que había abandonado la Iglesia y que estaba lleno de prejuicios que se disolvieron en el encuentro cara a cara con Joseph Ratzinger. Dice Seewald que “todo en él era modesto, sin pretensiones… un hombre sin vanidad”. En su primera conversación, le impresionó la forma en que Ratzinger hablaba del amor, cómo demostraba que la religión y la ciencia, la fe y la razón, no son opuestos. Le gustaron también su humor, su compostura, su disposición a sufrir las peores difamaciones.
Pocos han buceado como Seewald en la vida de Benedicto XVI, y afirma que centrarse en el significado profético de su renuncia es quedarse muy corto. Por ejemplo, sin Joseph Ratzinger el Concilio Vaticano II no habría sido tal como lo conocemos, ni habría habido una Teología de regreso a las raíces. “Mucho más significativo que su jubilación es su legado como doctor de la Iglesia de la modernidad”, dice Seewald, y yo lo comparto cien por cien.
No hay que estar de acuerdo con Benedicto XVI en todo, explica este periodista cuya vida dio un giro gracias al encuentro con él, pero podías estar seguro de que lo que enseñaba correspondía fielmente al mensaje del Evangelio y a la tradición de la Iglesia. Ratzinger estaba comprometido con decir una verdad aun cuando fuera incómoda, así como con resistir los intentos de hacer del mensaje de Cristo una religión para las necesidades de la sociedad civil. Y a ese respecto recuerda una insistencia totalmente suya: “la Iglesia tiene su luz de Cristo; si no capta y transmite esa luz, no es más que un tedioso trozo de tierra”. ¡Qué gran verdad!