Hoy empieza todo
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El pasado fin de semana he visitado la abadía benedictina de Scheyern, en Baviera, a donde llegaron hace 1100 años los primeros monjes procedentes de Irlanda. Impresiona la grandiosidad alegre y festiva del barroco bávaro, pero casi más el tranquilo cementerio a los pies de la hermosa iglesia, donde reposan generaciones de monjes, cada uno recordado por una breve frase en latín que identifica su acento único y personal. Los benedictinos transformaron aquellos campos pantanosos en una tierra cultivada, y la ferocidad de sus habitantes en caridad y paz. Pero los que llegaron en las primeras expediciones apenas vieron algo de todo eso, muchos fueron asesinados o murieron agotados. Sólo sembraron de la mañana a la noche, sin contemplar apenas el fruto de su entrega sin reservas. Sin embargo, su semilla fue tan potente que todavía hoy, en medio de la tremenda secularización que afecta a Alemania, como a toda Europa, se reconoce en aquellos pueblos una fe que da forma a la convivencia, a la fiesta, incluso al trazado de las calles.
Hoy son once los monjes que sostienen la enorme abadía. Hacen memoria de nueve siglos de historia, pero no pueden vivir de las rentas porque la inercia de toda esa belleza no sirve para sostener el presente y para afrontar el futuro. Ellos, como nosotros (allí lo he comprendido bien) necesitan comenzar de nuevo, cada día, la misma aventura de la fe de quienes les han precedido. En el amplio espacio abrazado por las naves de la abadía se enclava un hermoso crucificado, algo más grande, pero del mismo estilo que los que se encuentran frecuentemente en los cruces de los caminos o en las plazas de esa región. Cada mañana los monjes, al contemplarlo, pueden decirse: “yo soy debilísimo, el futuro está lleno de incertidumbres, pero Tú eres fiel y por eso, soy capaz de todo”. He vuelto agradecido, sin confusas nostalgias. Para el cristiano hoy empieza todo. Así cada día.