Carta del obispo de Astorga: «La vida consagrada, camino de esperanza»
Jesús Fernández nos recuerda que los consagrados, con su modo de vivir, manifiestan que hay vida más allá de las riquezas, de los caprichos personales y de la sexualidad
Madrid - Publicado el - Actualizado
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La aún cercana Navidad, nos pone fácil el recuerdo de la luz como figura de Jesús de Nazaret. El evangelista s. Juan hablaba de ella y la presentaba acosada y rechazada por las tinieblas: la Luz brilló en medio de la noche, pero la noche no la recibió, vino a su casa y los suyos no la recibieron. Pues bien, esa Luz se ha abierto paso: el día 2 de febrero, en la fiesta de la presentación del Señor, la vemos manifestarse al justo Simeón y a la profetisa Ana, convirtiéndolos en sus espejos.
Ese día, la Iglesia celebra la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, una jornada instituida con el fin de promover la valoración y el agradecimiento de este don que el Espíritu continúa suscitando en todos los rincones de la tierra; también en nuestra Diócesis. El lema “la vida consagrada, caminando en esperanza” nos ayuda a percibir su identidad y su misión. Caminando es un gerundio que alude a una acción continuada y persistente que requiere paciencia y tesón y, “en esperanza”, califica la acción de caminar y señala el horizonte que da sentido y fuerza al caminante.
Toda la Iglesia constituye el Pueblo de Dios en marcha hacia el Reino de Dios. No es, pues, un individuo aislado; tampoco un pueblo establecido, inmóvil, sino una comunidad lanzada hacia el horizonte. Como parte muy significativa de la misma, la vida consagrada sabe que no ha sido llamada a la soledad estéril sino a acompasar sus pasos con los del resto de consagrados, con el conjunto del Pueblo de Dios, con los hermanos y hermanas de su propia congregación o comunidad, y con las instituciones de la Iglesia local.
Confiando en el Dios que ha ganado su corazón, el consagrado le ofrece su vida y confía en la promesa de que “todo el que (por él) deja casa, hermanos o hermanas, padre o madre, hijos o tierras, recibirá cien veces más y heredará la vida eterna “(Mt 19, 29). Por eso, camina en esperanza, aunque, como le ocurrió a su Maestro, no tiene donde reclinar su cabeza, no tiene oro ni plata, no tiene casa donde albergarse en la peregrinación... Esa pobreza le acercará a los que están tirados al borde del camino, le permitirá escuchar el latido de su corazón, lo hará disponible para ir donde se le necesita y, en definitiva, le permitirá ser testigo creíble de Jesucristo pobre y humilde.
Abierto a la Palabra de Dios, el consagrado se deja configurar por la acción del Espíritu Santo. Obediente, toma nota del camino de vida que en ella se le presenta, tiene en cuenta las señales de riesgo que se le indican, y recorre con seguridad la distancia que le separa del Señor, de su Iglesia y de los hermanos. La obediencia es, sin duda, el peaje necesario para vivir a favor de los demás.
Y, en fin, el consagrado vive la castidad perfecta por el Reino de los Cielos. Su corazón se entrega totalmente a Jesucristo, su Esposo, de modo que todas las energías afectivas las pone al servicio de la Iglesia y de los hermanos. Los empobrecidos, los excluidos, los enfermos, los maltratados, los desesperados, se convierten de este modo en el “para qué” de su vida.
Los consagrados y consagradas, con su modo de vivir, manifiestan que hay vida más allá de las riquezas, más allá de los caprichos personales, más allá del ejercicio de la sexualidad. Este mundo que tanto valora el tener, la desvinculación egoísta, el placer, necesita por encima de todo testigos que manifiesten que la esperanza sobrevive a su ausencia. Al contrario, se sostiene en el Dios que nos espera al final del camino y en el Reino que regala a los que, con fidelidad y perseverancia, caminan hacia él.
+ Jesús Fernández González
Obispo de Astorga