Carta del obispo de Segovia: «Confesar a Jesús con la vida»

La reflexión sobre el Evangelio de este domingo del obispo César Franco recuerda el valor que tiene el hombre para Dios

cesarfrancomartinez

Redacción digital

Madrid - Publicado el

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En el Evangelio de hoy Jesús anima a sus discípulos a vivir sin miedo a ser perseguidos por la fe. Proclamar la fe se ha cobrado muchas vidas de mártires. Los argumentos que usa Jesús son de diversa índole. Por una parte, exhorta a no tener miedo a quienes matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. «Temed —dice— al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo». Solo Dios tiene la última palabra sobre el hombre. Para fortalecer esta convicción, Jesús usa imágenes que exaltan el valor de la vida del hombre para Dios: si ningún gorrión cae al suelo sin que lo disponga el Padre celeste, y si sucede lo mismo con los cabellos de nuestra cabeza, ¡cuánto más vale la vida del hombre que Dios cuida con providencia! Es posible que estas comparaciones nos hagan sonreír por infantiles o ingenuas. Revelan, sin embargo, el valor del hombre ante Dios, Creador y Juez último de la historia. Si cuida su creación con esmero, cuida sobre todo del hombre y de su destino último.

Nuestra cultura ha perdido el sentido de la providencia al perder el sentido de Dios. Tampoco le importa mucho perder el alma porque ha dejado de creer, en general, en su inmortalidad. Y, si el alma no es inmortal, el hombre solo es polvo de la tierra. La dimensión trascendente ha quedado abolida del pensamiento actual o reducida a una mera proyección del espíritu humano ante la posibilidad de desaparecer para siempre. Jesús habla del cielo con el mismo realismo que habla de la tierra. Por ello, dice así al final del evangelio de hoy: «A quien se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Y si uno me niega ante los hombres, yo también lo negaré ante mi Padre que está en los cielos» (Mt 10,32-33). Lo hecho en la tierra tiene repercusión en el cielo. Una repercusión que conlleva un juicio sobre el bien y el mal. También esto provocará alguna sonrisa escéptica o incrédula.

En realidad, Jesús se propone a sí mismo como objeto de un anuncio público e intrépido. Se trata de declararse a favor o en contra de él. Semejante pretensión sólo puede nacer de la conciencia de su mismidad, a saber, de su condición divina. De otro modo, sería un despropósito que la vida o la muerte de un hombre dependiera de la adhesión a otro semejante. Ya decía Romano Guardini que las afirmaciones de Jesús sobre sí mismo sólo puede hacerlas un loco o alguien que, en realidad, es Dios. Del mismo modo que la exhortación a dar la vida por él sólo se explica si él es la vida con mayúscula que puede recrear la vida física que el mártir pierde por él. Este es en definitiva el núcleo de lo que dice Jesús.

En la exégesis bíblica y en la teología contemporánea cada vez se avanza más en la autoconciencia de Jesús como Hijo de Dios y enviado del Padre. La reducción de Jesús a simple ser humano, por gran profeta o místico que fuera, no puede sustentar el andamiaje dogmático del cristianismo. La gran obra de Henri de Lubac, titulada Catolicismo, lleva por subtítulo aspectos sociales del dogma. Esta obra ha revolucionado la teología moderna al establecer el «dogma» como fundamento de la vida humana en todas sus dimensiones, incluso de las que tenemos por más nimias. Dicho de otro modo: el dogma no se reduce a meros enunciados de fe, sino que engloba toda la vida; al igual que la vida humana en su integridad debe ser, para el cristiano, «confesión pública e intrépida de la fe». Así lo entendieron los mártires, que son prototipo de los cristianos. Y vivieron así porque habían entendido que ponerse a favor o en contra de Jesús es, en último término, la decisión radical de la fe, el único modo de hacerla posible.

+ César Franco

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