Carta del obispo de Segovia: «La ley del corazón»

César Franco reflexiona acerca de la parábola del buen samaritano, aplicada a nuestros días, y lamenta la actual «renuncia de la moral universal, inscrita en el corazón»

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Redacción Religión

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La parábola del Buen Samaritano, que se proclama en la liturgia de este domingo, contiene la enseñanza de Jesús sobre la conducta moral del hombre que va más allá de los convencionalismos sociales y religiosos típicos de todas las épocas y culturas. El hecho de que un samaritano, enemigo de los judíos, auxilie a uno de ellos, mientras que el levita y el sacerdote pasan de largo al verlo malherido, pone de relieve que la moral es universal y alcanza a todos los hombres por la sencilla razón de que todos somos prójimos de los demás. La pregunta que el letrado judío hace a Jesús, queriendo aparecer justo, le coloca contra las cuerdas de su propia moral, cuando Jesús le dice: «Anda y haz tú lo mismo». Solo el samaritano se comportó como prójimo al descender de su cabalgadura, auxiliar al herido y llevarlo a la posada asumiendo los gastos del hospedaje.

En la ley judía estaba escrito que para alcanzar la vida eterna era preciso amar a Dios con todo el ser y al prójimo como a uno mismo. Todo judío piadoso sabía esto. Sin embargo, la histórica enemistad entre judíos y samaritanos se había hecho crónica. Por ello, Jesús, al ser interpelado por el letrado —«¿quién es mi prójimo?»— escoge a un prototipo de persona que estaba lejos de ser considerado prójimo: un enemigo samaritano. Jesús, por tanto, interpreta la ley, abriéndola a horizontes nuevos que superaban el particularismo judío. Enseña que, aunque la ley estaba escrita con claridad —amarás al prójimo como a ti mismo— se restringía a la propia subjetividad.

Para valorar el alcance de la enseñanza de Jesús, al presentar a un enemigo como «prójimo», es necesario comprender lo que dice el pasaje del libro del Deuteronomio que se lee hoy como primera lectura y que termina con estas palabras: «El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca, para que lo cumplas» (Dt 30,14). La importancia de este pasaje es que no se habla de la ley escrita, sino de la que está en el corazón y pronunciamos con los labios. El hombre, viene a decir este pasaje, tiene grabada en el corazón una ley que le dicta lo que debe hacer. Cuando quiere aparecer justo, como el letrado judío, la proclama con los labios, pero su conducta le contradice y, según dice san Pablo, hace lo que no quisiera hacer: el mal.

La dificultad en nuestros días está en que el hombre ha renunciado —hablo en general— a una moral universal, inscrita en el corazón. Es lo que llamamos ley natural, que Dios ha impreso en nuestros corazones al hacernos a su imagen y semejanza. Según el Deuteronomio, esta ley no excede nuestras fuerzas ni es inalcanzable, está cerca de nosotros: en el corazón y en los labios. Podemos vivirla y enunciarla, siempre que entremos en nuestro interior y reconozcamos con sinceridad la voz de la conciencia. La tendencia del hombre es querer aparecer justo. En este sentido, es llamativa la facilidad con que hablamos de ética, moral, derechos humanos, valores… y, con la misma facilidad, los negamos con nuestro comportamiento. Solo la verdad de los hechos nos sitúa ante nuestra radical contradicción: profesamos el bien y hacemos el mal. La parábola de Jesús deja al letrado judío al descubierto. Después de haber descrito el comportamiento de los tres personajes que pasan junto al herido, Jesús hace una pregunta muy sencilla: «¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». El letrado no duda en contestar: «El que practicó la misericordia con él». Y Jesús saca la conclusión sin apelar a ninguna ley escrita, sino a lo que el corazón le ha dictado: «Anda y haz tú lo mismo». Así de cerca tenemos la ley, basta entrar con sinceridad en el corazón donde Dios habla.

+ César Franco

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