Carta del obispo de Segovia: «La señal de Dios»
En este último domingo de Adviento, César Franco nos invita a reflexionar con el Evangelio acerca de la figura de María
Madrid - Publicado el
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En este último domingo de Adviento
se nos da la «señal» de la cercanía del Mesías: la Virgen, su madre. Es una señal inesperada, asombrosa, contradictoria con la esperanza de Israel. Según el pensamiento judío, inspirado en las profecías del Antiguo Testamento, el origen del mesías era un misterio. Nadie sabría de dónde vendría ni cómo aparecería en la historia. No se pensaba en un niño, sino en un adulto, pues los niños —en cuanto tales— carecían de valor.
Cuando el rey de Judá, Acaz, se ve asediado por reyes extranjeros, el profeta Isaías se acerca a consolarle y le dice que pida a Dios un signo de que está con él; un signo «en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo». En el cielo, se trataría de fenómenos estelares; en el abismo, tendría relación con los muertos. Acaz se niega pedir un signo porque significaría tentar a Dios. Entonces, Dios le da un signo extraño y misterioso: «la joven está en cinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Enmanuel» (Is 7,14). En el contexto histórico, esta joven no es otra que la esposa de Acaz que dará a luz a Ezequías, quien asegurará la dinastía. La tradición judía, sin embargo, ha interpretado «joven» por «virgen», como aparece en la versión griega de los Setenta, y así ha pasado a la tradición cristiana. La Virgen es María. Por eso, el Evangelio que leemos hoy recoge esta tradición en el anuncio en sueños a José para que no dude en tomar a María como esposa porque lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Y añade el evangelista Mateo: «Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: Mirad, la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Enmanuel, que significa “Dios con nosotros”» (Mt 1,23). Lo que el profeta había visto en la niebla de la profecía, se aclara en la historia de José, hijo de David, que introduce a Jesús en la casa real de donde saldrá el mesías. El plan de Dios se ha cumplido de manera definitiva.
Lo sorprendente de este plan está, no solo en la concepción virginal de María, sino en el significado del nombre de Jesús, en paralelo con el de Enmanuel. Según dice el ángel a José, Jesús significa que Dios salva al pueblo de los pecados. Acaz había pedido verse libre de los ejércitos extranjeros. Dios va siempre más allá de las expectativas humanas. Salva del pecado. Enmanuel significa «Dios con nosotros». Se ha cumplido, por tanto, lo del signo de Isaías en lo hondo del abismo o en lo alto del cielo. El Enmanuel viene del cielo, o mejor dicho, de más allá del cielo, de la eternidad de Dios. Y desciende no solo a la tierra, en su nacimiento, sino a lo más profundo del abismo cuando guste la muerte por todos. Su descenso al lugar de los muertos será la victoria definitiva sobre la muerte y su señorío. Viene el que es capaz, con su presencia en nuestra carne, llenar al mismo tiempo el cielo, la tierra y el abismo. Por eso, cuando san Pablo hable de la resurrección de Cristo en su himno a los filipenses, dirá que «al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Flp 2,10-11). ¿Puede haber mayor cercanía con el hombre, mayor proximidad? ¿Podía imaginar Acaz, o cualquier hombre asediado por ejércitos internos y externos, un signo más consolador y fecundo?
Dios ha tomado la iniciativa. Ha superado las esperanzas del hombre destinado a morir. Ha intervenido en la historia de manera insospechada. Por ello, no debe extrañarnos que en este último domingo de Adviento la Iglesia fije su mirada en María, la «señal» de Dios, la virgen que está encinta y nos dará en la noche santa de Navidad, al Enmanuel, el Dios con nosotros.
+ César Franco
Obispo de Segovia