Carta del obispo de Tortosa: «La libertad cristiana (III): actuar en conciencia»
Continuando con sus escritos sobre la libertad cristana, Enrique Benavent nos recuerda esta semana que «la conciencia percibe los principos de los que nacen las normas morales»
Madrid - Publicado el - Actualizado
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La libertad que, según el Catecismo de la Iglesia Católica, consiste en “el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas” (n. 1731) es una condición necesaria para la moralidad de los actos humanos. Junto al don de la libertad, Dios ha dotado al ser humano de la conciencia, que es “el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (n. 1776). Estamos ante el elemento más personal del ser humano, que hace de él una criatura única y responsable de sus actos ante Dios. Para que una acción sea auténticamente digna del hombre debe ser libre y fruto de una decisión tomada en conciencia.
Ahora bien, ésta no es creadora de valores, porque lo que es bueno y malo para el hombre no lo decide él mismo. Así como el hecho de existir es algo que nos ha sido dado, tampoco somos nosotros quienes decidimos lo que es bueno o malo. Dios nos ha creado para darnos la vida eterna y es bueno lo que nos conduce a ese fin último que consiste en la felicidad plena y perfecta; y es malo lo que nos aparta de él. Gracias a la conciencia podemos percibir el bien y el mal en cada situación y decidir cómo hemos de obrar para alcanzar la meta a la que Dios nos llama.
La conciencia percibe unos principios que, aunque la fe nos ayuda a conocerlos con más claridad, tienen un valor universal, por lo que todos pueden comprenderlos con la luz natural de la razón. De ellos nacen las normas morales fundamentales. He aquí algunos ejemplos: todos tenemos la obligación moral de buscar la verdad, pues solo ella es el camino que conduce a la justicia y al bien; todos hemos de actuar movidos por el deseo de hacer el bien y evitar el mal; debemos seguir fielmente lo que sabemos que es justo y recto; no podemos hacer el mal sabiéndolo y deseándolo positivamente; no hemos de hacer a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros mismos; los hemos de tratar como nos gustaría que nos trataran a nosotros, etc… Cuando no actuamos desde estos principios morales fundamentales con facilidad nos dejamos arrastrar por deseos e intereses egoístas y la conciencia va perdiendo la capacidad de discernimiento moral.
Ciertamente no siempre es fácil actuar según la propia conciencia. En la decisión moral hay tres momentos: percibir las normas morales fundamentales; aplicarlas a las circunstancias concretas en las que cada uno vive y tomar una decisión. A menudo se viven situaciones que dificultan la percepción de lo que es bueno o malo: estamos sometidos a las influencias del ambiente cultural en el que nos encontramos; muchos piensan que el propio bien se alcanza con la realización de los deseos que nacen de nuestro interior; las presiones que nos vienen desde el exterior también pueden oscurecer el conocimiento de los valores y llevarnos al error en los juicios morales. Ahora bien, cuando una persona actúa con rectitud de conciencia (es decir, buscando y deseando hacer el bien), aunque se equivoque no pierde su dignidad, porque buscar los caminos para formarse un juicio moral es más digno del ser humano que prescindir de la pregunta por la moralidad de los propios actos, que es un hecho muy frecuente en el mundo en el que nos encontramos.
+ Enrique Benavent Vidal
Obispo de Tortosa