Carta pastoral del Cardenal Juan José Omella: «Madre del Redentor»
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El mensaje de Jesucristo fue, es y será el mejor regalo que jamás hayamos recibido. Nos transforma cuando lo recibimos y aceptamos, lo disfrutamos en cada instante y su efecto es imperecedero. No se deteriora ni deja de interesarnos con el tiempo, siempre está allí para hacernos la vida un poco mejor.
Después de más de dos milenios, el mensaje de Jesucristo ha cautivado a muchas personas. Se ha transmitido de padres a hijos en medio de las dificultades y vicisitudes de la historia. La Palabra de Jesucristo ha sido escuchada, leída y también contemplada en muchas obras de arte a lo largo del tiempo. Sin duda, la fe ha inspirado a muchos artistas.
Hoy precisamente quiero hablaros de un espacio singular que se encuentra en el corazón del Vaticano. Se trata de una preciosa capilla adornada con un hermoso mosaico de seiscientos metros cuadrados. Está ubicada en el interior del Palacio Apostólico y lleva el nombre de Redemptoris Mater (Madre del Redentor), en honor a la Santísima Virgen.
Con este nombre, San Juan Pablo II tituló una de sus más famosas encíclicas. Años después, con ocasión del 50 aniversario de su ordenación sacerdotal, mandó restaurar este espacio para convertirlo en un signo visible de comunión entre las Iglesias de Oriente y Occidente. El proyecto de restauración fue encargado al taller de arte espiritual del Centro Aletti, dirigido por el sacerdote jesuita P. Marko Ivan Rupnik, y realizado por varios artistas.
Cuando se accede a esta bella capilla romana, impresiona cada detalle del extraordinario mosaico, que representa una inmensa catequesis de la historia de la salvación. Podemos recorrerlo de arriba abajo, de derecha a izquierda y en cada pedacito encontraremos representaciones de la iconografía cristiana. Aparece la Virgen María sosteniendo la débil fe de los apóstoles orando por la Iglesia naciente. Podemos contemplar, por ejemplo, escenas realmente evocadoras de la misión de la Iglesia en el mundo, escenas que hacen referencia al martirio, el testimonio supremo. Así vemos el cuerpo de san Pablo, del cual crece un árbol, símbolo de la Iglesia que él hizo crecer entregando su vida. También descubrimos a Edith Stein, filósofa judía convertida al catolicismo, con una zarza ardiente hecha de alambre de espino que evoca el campo de concentración de Auschwitz, donde murió mártir.
Estas paredes hablan de antaño, de hoy y de siempre. Muestran diversas manifestaciones del amor de Dios. Un amor que no es fruto de nuestro esfuerzo, sino que es un don, una fuerza que recibimos en los sacramentos y, de una manera particular, en la Eucaristía. Un amor que puede llegar hasta el derramamiento de sangre.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos a la Virgen María, que, allí donde estemos, no dejemos de tener presente la llamada a ser testigos de su Hijo Jesús. Pidámosle que podamos dar a conocer a los hombres y mujeres de nuestro mundo la posibilidad de tener un encuentro personal con Jesucristo, el Hijo de Dios, que camina siempre a nuestro lado y quiere llevarnos al Padre. Con esta esperanza, os deseo un feliz domingo a todos.
? Cardenal Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona
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