El destacado papel del laicado en la vida de la Iglesia, protagonista de esta semana en la campaña #HazMemoria

El laicado es la primera vocación en la Iglesia, y tiene como objetivo conocer y dar a conocer la radical novedad cristiana que tiene su origen en el Bautismo

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Redacción Religión

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El laicado es la primera vocación en la Iglesia. Todos los bautizados reciben esa vocación en su bautismo, una llamada al compromiso cristiano en medio de las circunstancias ordinarias de la vida: en el trabajo, en la familia, en las relaciones humanas, en los problemas y dificultades, en el servicio a los demás. Todos somos fieles laicos a excepción de los que, en un momento dado, reciben otra llamada del Señor para una entrega en otro camino, bien por el sacramento del orden bien por una consagración religiosa.

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En la séptima semana de la campaña #HazMemoria que la Conferencia Episcopal Española ha puesto en marcha junto con los medios de comunicación Ecclesia, TRECE y COPE, abordamos el papel de los laicos en la vida de la Iglesia.

La vida del fiel laico tiene como objetivo conocer y dar a conocer la radical novedad cristiana que tiene su origen en el Bautismo. Los laicos contribuyen a la misión de la Iglesia por su participación activa en la liturgia, en el anuncio de la Palabra de Dios y en la catequesis. Pero también, de manera especial, haciendo presente a Cristo en las realidades ordinarias: su lugar es el mundo profesional, social, económico, cultural y político.

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Pensando en los fieles laicos, el Papa Francisco invita a toda la Iglesia a un “soñar juntos” que se convierte en misión especial que impulsa a descubrir la riqueza del laicado en la vida del Pueblo de Dios: “He ahí un hermoso secreto para soñar y hacer de nuestra vida una hermosa aventura. Nadie puede pelear la vida aisladamente. (…) Se necesita una comunidad que nos sostenga, que nos ayude y en la que nos ayudemos unos a otros a mirar hacia delante. ¡Qué importante es soñar juntos!“.

El momento del laicado tiene una celebración especial en Pentecostés. El día en que se recuerda el envío del Espíritu Santo sobre los apóstoles y María que transformó la Iglesia naciente, de una pequeña comunidad cerrada por miedo a los judíos en un pueblo de Dios llamada a anunciar, celebrar y vivificar la vida del mundo. El sueño del que habla el Papa es el de un renovado Pentecostés, no es un sueño nuestro, sino el de Dios para nosotros, para la Iglesia que peregrina en España. Se trata de sueños que se refieren al interior de la Iglesia y hacia el mundo en que vivimos.

La vida de los fieles laicos no separa la fe y la vida. La acogida del Evangelio no está separada de la acción en las diversas realidades temporales y terrenas. De hecho, las nuevas situaciones, eclesiales y sociales, económicas, políticas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos que son corresponsables junto con los ministros ordenados y con los religiosos y las religiosas, de la misión de la Iglesia.

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Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia y el grado de profundización en la vida de fe, debe vivir como un agente evangelizador. Es importante salir de un esquema de evangelización llevado adelante por actores calificados donde el resto del pueblo fiel fuera solo receptivo de sus acciones. El pueblo de Dios en salida implica un nuevo protagonismo de cada uno de los bautizados. Una Iglesia en la que los laicos no son “actores de reparto” o secundarios, sino protagonistas, junto con los pastores y la vida religiosa, en la misión de anunciar el Evangelio de Jesucristo.

El Papa Francisco invita también a un trabajo en sinodalidad que nos debe llevar también a vivir la comunión entre todos los que forman parte de la Iglesia: las diócesis, los movimientos y asociaciones, las parroquias, las formas diversas de consagración. El sueño de una Iglesia sinodal se traduce en una Iglesia en salida, del acompañamiento, de la fraternidad. Una Iglesia que busca crear puentes de diálogo, de encuentro con los que son y piensan diferente a nosotros, frente a una cultura del enfrentamiento, del descarte. Su alimento cotidiano lo encontramos en la eucaristía. En torno a ella se reúne y de ella se alimenta el entero Pueblo de Dios.

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Los fieles laicos son invitados a trabajar en la Iglesia y con la Iglesia para ser servidores de un proyecto de fraternidad para toda la humanidad, y ser testigos de una esperanza nueva, que tiene su punto de partida en la radical dignidad de todo ser humano. De tal manera que reconociendo la dignidad de cada persona humana, podamos hacer renacer entre todos un deseo universal de hermandad que permita encontrarnos en el mismo pueblo de Dios.

Así podemos centrar nuestra atención en realidades y causas de nuestro mundo tan significativas como el anhelo de hacer efectivo el destino universal de los bienes ante tantas desigualdades y tanta exclusión; de acoger el anhelo de una vida digna de tantas personas migrantes; de la defensa de la dignidad del trabajo y del trabajo digno, tan esencial para la vida digna de personas, familias y sociedades, ante tanta precariedad y pobreza en el mundo del trabajo; de la igualdad entre hombres y mujeres frente a tantas injusticia de que son víctimas tantas mujeres; del cuidado de las personas y de la fragilidad ante tanto descuido de la vida; del anhelo de una ecología integral ante la profunda crisis ecosocial que padecemos, etc.

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