La historia del enfermero santo que curaba a los pacientes con la palabra

Artémides Zatti fue un enfermero declarado Beato por el Papa Juan Pablo II el 14 de abril de 2002

La historia del enfermero santo que curaba a los pacientes con la palabra

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Artémides Zatti fue un enfermero declarado Beato por el Papa Juan Pablo II el 14 de abril de 2002. Su cuerpo descansa en la capilla de los Salesianos en la ciudad argentina de Viedma. No obstante, sus raíces son italianas, aunque su familia emigró a Argentina huyendo de la pobreza. Frecuentaba la parroquia de los salesianos en Bahía grande. Quería ser sacerdote.

A los 20 años ingresa en la familia Salesiana, donde cuida de un sacerdote que le contagia la tuberculosis. El día en que ha de vestir la sotana, agobiado por la fiebre y una fuerte tos, no pudo participar en la ceremonia ni recibir el hábito.

Él médico aconseja que el enfermo sea trasladado a Viedma, donde el aire es más sano. Artémides lo acepta de buen grado: “¡Iré a Viedma para morir, si es la voluntad de Dios!”. El capellán del hospital le invita a hacer una promesa a María Auxiliadora: “Si Ella te cura, te dedicarás durante toda tu vida a estos enfermos”. Artémides cumplió con gusto la promesa cuando se curó. Más tarde diría: “Creí, prometí, curé”. Pero esa promesa exigía el sacrificio de renunciar al sacerdocio.

Coherente con la promesa hecha a la Virgen, se consagró totalmente al Hospital, ocupándose en un primer momento de la farmacia aneja, y después fue vicedirector, administrador, y diestro enfermero apreciado por todos los enfermos y por todo el personal sanitario. Su mejor medicina era él mismo con su actitud, las bromas, la alegría, el cariño. No solo quería administrar medicamentos, sino ayudar a los pacientes a ver en su situación un signo de la voluntad de Dios, sobre todo cuando estaban moribundos.

No sólo hacía su trabajo en el hospital, sino que su corazón abarcaba la ciudad entera. Cuando había necesidad se movía a cualquier hora del día o de la noche, hiciera el tiempo que hiciera, visitando los tugurios de la periferia. Rezaba mientras pedaleaba sobre su bicicleta y las pocas horas libres las pasaba estudiando y leyendo libros de ascética. Su fama de enfermero santo se propagó por todo el Sur y le llegaban pacientes de toda la Patagonia. Cuando un pobre hombre encamado ve llegar de madrugada al hermano salesiano, se excusa por mandarlo llamar a esas horas. Él responde con entusiasmo : “¡Su deber es llamarme y mi deber es acudir!”

Los enfermeros preferían su visita a la de los médicos. Artémides amaba a sus enfermos. Veía en ellos al mismo Jesús, hasta el punto de que cuando pedía a las hermanas ropa para un muchacho recién llegado, decía: “Hermana, ¿tiene ropa para un Jesús de 12 años?”

Su vida desbordaba bondad y dulzura, hasta el punto de que todos decían que era "un ángel que se hizo enfermero". Era delicadísimo en todos los detalles. Entre quienes atendió estaba un niño, Emilio Barasich, que se había dañado gravemente una mano con una tapa de hormigón. “¿Qué te pasa?” le preguntó, cuando le vio llegar lloroso y dolorido. Buscó una pomadita y le vendó, mientras le hablaba y le tranquilizaba.

El niño dijo que le curaba más con la palabra que con la pomada. Pasaron los años y esa mano fue consagrada para poder alzar la hostia. Algunos recuerdan haberlo visto llevar a sus espaldas hasta el tanatorio el cuerpo de un enfermo que había muerto durante la noche, para que no lo vieran los otros enfermos: y mientras lo hacía iba recitando el De profundis.

No tomaba vacaciones. Los únicos cinco días de descanso fueron los que pasó en la cárcel, hasta donde ingresó por la fuga de un preso que atendía en el hospital. Le acusaron de cómplice. Salió absuelto y su vuelta a casa fue un fiesta. En 1915, un farmacéutico con título oficial se establece en el barrio. Artémides, que no tiene ningún título, se verá obligado a cerrar su local, pero no se rindió: “¿Cómo tendrán acceso los pobres a las medicinas ?” Así las cosas, marcha a La Plata, aprueba los exámenes y regresa titulado.

Cada mañana, se levanta a las cuatro y media, y se dirige a la iglesia, donde reza con frecuencia prostrado con la frente en el suelo. Luego asiste a Misa antes de visitar a sus enfermos del hospital, quienes lo saludan con el título honorífico y afectuoso de “don Zatti”. Luego toma rápidamente un café con leche y se sube a la bicicleta para ofrecer sus cuidados a domicilio. A mediodía, toca la campana y reza el ángelus con la comunidad. Después de la comida, a veces juega a los bolos con los enfermos.

Antes de cenar, trabajaba en su despacho atendiendo la correspondencia y hablando con el personal. Prefiere curar él mismo los casos más desesperados, así como las enfermedades y las llagas más repugnantes, cargando con su dolor y comunicándoles su alegría. Solamente llora cuando ya no puede hacer más por ellos, y los que mueren en sus brazos lo hacen con una sonrisa.

Cuando visita a los enfermos pobres, siempre les deja limosna. En una ocasión, metió en su habitación a un enfermo, dejándole a él la cama para dormir en una silla. Estaba contento de poder estar con la gente humilde. Pero sobre todo irradiaba la luz de la presencia de Dios. Un médico del hospital, dijo: “Creo en Dios, desde que he conocido al Sr. Zatti”.

En 1950 se cayó de una escalera y a partir de ahí se le manifestaron los síntomas de un cáncer que él mismo se diagnosticó. Sin embargo, continuó atendiendo a su trabajo durante un año más, hasta que, tras sufrimientos heroicamente aceptados, murió el 15 de marzo de 1951.

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