"El lavatorio de los pies nos invita a reconocer nuestra necesidad de purificación": La meditación del Jueves Santo
El obispo de Mondoñedo-Ferrol, Fernando García Cadiñanos reflexiona sobre el significado de este rito: "Es difícil amar sin ser amados y es aún más difícil servir si no dejamos que Dios nos sirva"

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Queridos amigos y amigas, hoy es Jueves Santo. Poco a poco nos hemos ido acompañando en este caminar hacia la Pascua. Nos encontramos en el Pórtico, en el umbral del Triduo Pascual. Se trata de un día muy hermoso, muy especial, porque nos revela el mismo rostro de Dios.
Porque la vida y la muerte de Jesús no están separadas. Vida y muerte son la misma cosa. Sus últimos días son el resumen de lo que fue toda su existencia, de lo que vivió a lo largo de su vida pública y oculta, de su mensaje más profundo y de su noticia más salvadora.
Esta noche la liturgia de la Iglesia nos invita a contemplar un gesto que trasciende el tiempo, un gesto que nos revela la esencia misma de Dios, el lavatorio de los pies. Me gustaría fijarme en algunos detalles para comprender mejor su sentido.
En primer lugar quiero fijarme en el contexto en el que sucede. Sabemos que Jesús lava los pies a sus discípulos durante la Última Cena que tiene lugar en el marco de la Cena Pascual judía.
Benedicto XVI tiene una reflexión muy interesante al respecto para explicarnos qué significaba, entre otras cosas, la Cena Pascual. Según sus palabras, por la Pascua Israel tenía que acudir todos los años a Jerusalén para volver a sus orígenes y, en cierta manera, ser recreado de nuevo, volver a su vocación y misión primigenia.
Durante todo el año el pueblo corría el peligro de dispersarse, de despistarse, pero con la Pascua se retornaba al sentido de su existencia, de sentirse pueblo elegido, con una misión de recreación de la humanidad entera, siguiendo los designios de Dios.
Es en ese marco donde Jesús también celebra la Pascua. ¿Y con quién tiene que celebrar esta recreación, este regreso al inicio bueno? Las normas marcaban que había de realizarse con su familia, auténtica institución y célula básica de trascendencia social.
Fijaos, Jesús lo hace con aquellos que forman parte ya de su nueva familia, con la que se establecen lazos más fuertes que los de la propia sangre, con los que escuchan su palabra, con los apóstoles y sus seguidores. Además, la cena que recordaba el paso del Señor y la liberación de Egipto se debería de hacer con vestimentas de peregrino en el momento de la partida, con la comida que preparaban los nómadas, los que no tienen un hogar fijo, sino que se sienten pueblo en camino.
En este marco Jesús realiza una nueva alianza y resignifica todo esto con su gesto de partir el pan y compartir el vino y nos dice, haced esto en memoria mía. Sí, cada Eucaristía que celebramos es volver también a nuestra Pascua, el acontecimiento donde comenzó todo, como los judíos también en cierta manera en cada Eucaristía somos convocados para recrearnos, volver a nuestros orígenes y a nuestro proyecto primigenio.
Es así que cada Eucaristía dominical se convierte en punto de llegada y punto de partida para ofrecer y comenzar nuevos proyectos, nuevas ilusiones, nuevas esperanzas. Cada Eucaristía dominical, centro y cumbre de toda vida cristiana y de la entera comunidad se convierte en un momento fuerte de recrear la familia, la comunidad de los que escuchan la palabra, de edificar el hogar donde quepan todos, en torno al esposo y al siervo que se nos ha entregado por completo.
Cada Eucaristía dominical ha de ser un momento privilegiado para descubrirnos como peregrinos con otros, para sentirnos ciudadanos del cielo que edifican este mundo con un proyecto que siempre va más allá, que nos abre a otros horizontes y a otras personas, que nos permite sentirnos como hermanos de todos en la diferencia y en la complementariedad.
Algo de esto nos evoca el contexto de la última cena, porque hoy, como en cada Eucaristía, al recordar aquel hecho histórico no nos quedamos en ello. Así nos lo recuerda Pablo, cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga.
El mensaje del apóstol es claro, la comunidad que celebra la Cena del Señor actualiza la Pascua. Juan Pablo II dice, la Eucaristía no es la simple memoria de un rito pasado, sino la viva representación del gesto supremo del Salvador. Esta experiencia tiene que llevar a la comunidad cristiana a convertirse en profecía del mundo nuevo inaugurado por la Pascua.
Y no hay mejor profecía que contemplar el gesto del lavatorio de los pies. Porque este gesto de Jesús no es una simple lección moral, sino una revelación del corazón de Dios, es el sentido de la vida entera de Jesús, levantarse de la mesa, despojarse de las vestiduras de gloria e inclinarse hacia nosotros.
Os propongo que cerréis los ojos y os metáis en la escena que en tantas ocasiones hemos recreado e imaginado. Observad con detenimiento cada detalle, sentid la incomodidad de los discípulos, la mirada de Jesús que penetra hasta lo más profundo del alma, la confusión ante este gesto que invierte el orden establecido, la humildad con la que se arrodilla ante cada uno de ellos.
Saboread la belleza de sus palabras, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo. Dios que se hace siervo, se inclina ante nuestra fragilidad, se hace vulnerable para mostrarnos el camino del amor verdadero. Llama la atención la actitud de Pedro, no me lavarás los pies. Dejarnos lavar los pies por Cristo implica reconocer que no somos nosotros los que nos hacemos puros, limpios o santos.
Como nos dice el Papa Francisco, esto es difícil de entender. Si no dejo que el Señor sea mi siervo, que el Señor me lave, me haga crecer, me perdone, me aumentaré en el Reino de los Cielos. Dios nos salvó sirviéndonos. Normalmente pensamos que somos nosotros los que servimos a Dios. No, es Él quien nos sirvió gratuitamente porque nos amó primero. Es difícil amar sin ser amados y es aún más difícil servir si no dejamos que Dios nos sirva.
Esta es la paradoja cristiana. Es Dios quien se adelanta, es Él quien toma la iniciativa. Este es uno de los peligros del devoto, del que considera que el discipulado es sólo una carrera por el perfeccionismo, por hacer bien las cosas y no tanto por acoger, por dejarse hacer, por aceptar que también sus pies están sucios. Es el peligro del que piensa que no tiene necesidad alguna de la bondad de Dios. Es lo que le sucedió al hijo mayor de la parábola, del Hijo Pródigo o a los obreros de la viña desde la primera hora.
El lavatorio de los pies nos invita a reconocer nuestra necesidad de purificación, nuestra incapacidad de limpiarnos. Dejarse lavar los pies es descubrir el misterio de la dependencia, de la necesidad que tenemos de otros para crecer y para amar. Como veis el lavatorio se convierte en una hermosa lección de Cristología porque nos indica el misterio de Cristo, pero también es una lección de antropología porque nos muestra el secreto del ser humano llamado al amor y a la dependencia. Y por supuesto es una propuesta de Eclesiología porque como iglesia estamos llamados a vivir arrodillados ante nuestros hermanos, especialmente los más pobres. Por eso hoy conmemoramos el Día del Amor Fraterno. No quisiera terminar mis palabras sin dar las gracias a tantos voluntarios que en Cáritas u otras organizaciones y acciones pastorales de la iglesia sois capaces de lavar los pies a los heridos del camino. Gracias de corazón. A todos que disfrutemos y celebremos este día de fiesta, que su amor nos transforme en testigos de su presencia en el mundo.
¡Feliz día! ¡Feliz Día del Amor!