Domund 2014, por Amadeo Rodríguez Magro, obispo de Plasencia
Madrid - Publicado el - Actualizado
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Domund 2014, por Amadeo Rodríguez Magro, obispo de Plasencia
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Queridos diocesanos: A quien le falta la ilusión de renacer, se le empequeñece y empobrece la vida. Esta frase, quizás enigmática para algunos y sin sentido para otros, la podemos decir los cristianos como fruto de nuestra experiencia: nosotros siempre tenemos puesta la meta en un nuevo renacer. Es más, nuestra vida consiste en renacer permanentemente, dejándonos alcanzar por la corriente de vida eterna que es para nosotros la gracia amorosa del Dios que nos "primerea". Cada día, en la experiencia sacramental de la Iglesia, renovamos la vida en Cristo que empezó a fluir en nosotros en el nacimiento a la fe, con su primer momento de luz en el Bautismo, y que se iluminó, como alegría permanente, por la participación en el misterio pascual de su muerte y resurrección en la iniciación cristiana. "La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Cristo".
A partir de esa incorporación a Cristo, toda la vida del cristiano en la Iglesia es un renacer de la vida en Cristo. Todo llega, en efecto, con el tono feliz de la fe en el Resucitado, que es la fuente del renacer de nuestra alegría. "En Jesucristo nace y renace la alegría". Así dice la afirmación feliz del Papa Francisco cuando nos invita a ser testigos, en la misión, de la alegría del Evangelio. "La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; esos gérmenes que, aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la esperanza viva!"(EG 278). En la resurrección está la fuente de la misión y está también la fuente de la alegría de evangelizar.
Evidentemente la alegría es una hermosa motivación para vivir y lo es también para sembrar las razones de nuestro gozo de vivir. El sentido misionero fluye espontáneo por la sangre del cristiano y lo lleva necesariamente al testimonio de la alegría. Así sucede siempre con nuestros misioneros, con los más célebres, porque sus vidas se han convertido en hazañas de fe y de amor, y con los más anónimos, cuyas vidas sólo tienen eco en el corazón de Dios y en el de los últimos de la tierra, que no suelen tener más portavocía que su sólida gratitud. No sé si puede haber alguien que no se emocione con la fuerza del testimonio de un misionero cuando conoce su aventura. Los que estamos en contacto directo con ellos enseguida percibimos que ese modo de vivir es una preciosa expresión de un ser humano acabado, pero sobre todo feliz, porque tiene una vida con un profundo sentido. Por eso merecen lo mejor de la Iglesia y de la sociedad, como ha sucedido con los "mártires" del ébola, aunque al final no se les haya podido salvar.
En ellos percibimos sus motivaciones más profundas, las razones de su decisión y las que le sostienen en ese renacer de cada día en medio de situaciones, siempre complejas y difíciles, en las que son todos ellos mediadores del amor y la misericordia de Dios en favor de los más débiles, olvidados, de los más pobres de la tierra. Los misioneros son los testigos más acabados de lo que el Papa Francisco llama en Evangelii Gaudium evangelizadores con espíritu. "Evangelizadores con Espíritu" son esos que viven en el gozo de la fe en Jesucristo y se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia evangelizadora" (EG 259). Pero también son evangelizadores con espíritu los que desarrollan el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, también es una pasión por el pueblo. Es más, el amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios. Cada vez que se nos abran los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios" (EG 272), y así poder sentir: "Yo soy una misión en la tierra y para eso estoy en el mundo" (EG 273).
Esa doble orientación en el amor es el motor de la alegría misionera que mueve cada día a los que aún hoy encarnan la misión en aquellos lugares, por muy lejanos que sean, en los que aparecen más patentes las necesidades espirituales y materiales de la gente. En el Domund los recordamos a todos ellos de un modo especial, evocamos su vocación y miramos con profundo respeto, admiración y gratitud la misión que están realizando. Pero también el Domund es la ocasión propicia, como nos recuerda la Iglesia española, de cooperar con la misión en tres claves: la oración, la ayuda económica y el apoyo a las vocaciones misioneras. Es una ocasión propicia para decir: "Yo soy el domund".
El hecho de reconocernos en cada una de nuestras parroquias en misión permanente, de saber que somos Iglesia en estado de misión, como nos sucede a nosotros este año, no puede hacernos olvidar a los que encarnan para todos nosotros el verdadero espíritu misionero. Al contrario, justamente porque estamos empeñados en la Misión Diocesana Evangelizadora, el Domund nos llega como un gran regalo: es una ocasión propicia para fortalecer nuestro sentido y nuestro compromiso misionero. Cuanto más valoremos la misión, mejor sabremos situarla allí donde se necesite el testimonio vivo de nuestra fe. Celebrar el Domund despertará la sensibilidad misionera en este año en el que cada uno de nosotros hemos de ser misioneros en cada una de nuestras parroquias. "Cada parroquia una misión. Cada cristiano un misionero".
Con mi afecto y bendición.
+ Amadeo Rodríguez Magro, obispo de Plasencia