Carlos Arriola Monasterio: «En Guatemala sigue muriendo gente por desnutrición aguda, pero no se dice»

El presidente de la Asociación Santiago Jocotán, socio local de Manos Unidas, denuncia que los políticos de su país no tienen verdadero interés en afrontar el problema del hambre

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José Ignacio Rivarés

Publicado el - Actualizado

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El hambre no es solo cosa de África. En Guatemala, por ejemplo, también están muriendo hoy personas que no tienen qué comer o están mal alimentadas. En la región de Alta Verapaz, sin ir más lejos, hubo el año pasado más de 9.000 casos de desnutrición aguda. Lo denuncia este domingo 13 de febrero —día en el que Manos Unidas celebra su sexagésima tercera Campaña de Lucha contra el Hambre— el doctor Carlos Arriola Monasterio, presidente de la Asociación Santiago Jocotán (ASSAJO). Este organismo, socio local de Manos Unidas, fue constituido hace unos años para garantizar la supervivencia de los proyectos de desarrollo puestos en marcha en los años sesenta por los sacerdotes y religiosas belgas que misionaban en la provincia de Chiquimula, al este del país, cerca ya de la frontera con Honduras y El Salvador. Uno de esos proyectos es el Centro de Recuperación Nutricional Infantil-Dispensario Bethania, donde Arriola hoy se sigue atendiendo a niños desnutridos.

Casado con una médico y padre de tres hijos —uno de ellos también médico—, este doctor lleva más de la mitad de sus 54 años luchando para que los indígenas chortí de esta zona (mayas) consigan la soberanía alimentaria. Lo hace desde Jocotán, una localidad de 15.000 habitantes (100.000 si se cuentan los municipios aleñados) que está situada en un departamento en el que siete de sus municipios disfrutan de un gran desarrollo, pero en el que los cuatro restantes, los de mayor presencia indígena, parecen condenados a la pobreza. Arriola se ha empeñado en revertir esta situación. Por dignidad y por justicia. Su labor ha sido reconocida con distinciones como la de «Personaje del año» (2001), «Héroe anónimo» (2002) o «Constructor de la paz» (2006).

—Usted llegó a Jocotán desde su Ciudad de Guatemala natal hace más de 30 años. ¿Con qué se encontró allí?

—Con una realidad desconocida: la del hambre. Tenía 23 años, estaba recién licenciado en Medicina y venía a hacer seis meses de prácticas en el Centro de Recuperación Nutricional. Lo primero que me impactó fue encontrarme una sala con 40 niños desnutridos en unas condiciones que solo había visto en las revistas. Llegué un 8 de agosto y esa misma noche se me murió uno. Me impresionó mucho ver la manera en que comían esos niños: se les daba un pedacito de carne o de pollo y se sentaban en una orilla, escondidos, para que nadie se la quitara. Me chocaba que la gente en general, no solo los niños, estuviera muy delgada, famélica. Y me escandalizó el grado de discriminación que sufrían los chortí. La vendedora de una carnicería a la que un indígena había acudido a comprar media libra de carne se negó a atenderlo en su tienda porque —le dijo— esta era solo para «la gente del pueblo». Lo remitió a otra, «a la carnicería de los indios». Me acerqué a ver cuál era y me topé con un sitio lleno de moscas, con la carne verde, que olía feo… Allí era donde tenían que comprar ellos la carne.

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—¿Usted desconocía esta realidad?

—Por completo. Ignoraba que esto estuviera pasando en mi propio país. Y me dio mucha vergüenza que sacerdotes y religiosas belgas estuviesen haciendo algo que nos correspondía hacer a nosotros, a los guatemaltecos. Me fue involucrando poco a poco y esos seis meses de prácticas, de servicio social, se han convertido ya en 31 años.

—En la presentación esta semana de la campaña de Manos Unidas contó que un señor le dijo que no se preocupara si se le moría un niño indígena, que a ellos les daba lo mismo porque tienen muchos…

—Sí, ese comentario también me marcó. Lo recordé muchas veces. En cierta ocasión en que se me murió otro niño, vi a la madre llorando y ella, al darse cuenta de que la miraba, se tapó la cara y se limpió las lágrimas. Me puse a platicar con ella y en la conversación le pregunté por qué no lloraban. Y me respondió: «Porque se burlan de nosotros, porque nos hacen de menos». Me acordé de aquel señor. ¿Cómo no va a sentir una madre la muerte de un hijo?

—Hace treinta años, el promedio anual de niños desnutridos que llegaban al centro que usted dirige era de 450, mientras que ahora es solo de 4 o 5. Se ha mejorado mucho...

—Sí, evidentemente las cosas han mejorado. Desnutrición aguda, por ejemplo, nosotros aquí ya casi no tenemos. Eso sí, tenemos desnutrición crónica.

—¿Qué diferencia hay entre una y otra?

—La desnutrición aguda se presenta regularmente en los niños entre los seis meses y los dos años por carencia total de alimentos. Los niños, entonces, o se hinchan o se consumen, y en ambos casos acaban muriendo. La desnutrición crónica se deriva de la anterior: muchos de los niños con desnutrición aguda logran salvarse pero ya no consiguen alcanzar el nivel que para su edad deberían haber desarrollado. Los ves en la calle y piensas que tienen 7 u 8 años, cuando en realidad andan ya por los 12. Van a la escuela y su nivel de aprendizaje es mucho más lento, repiten y repiten cursos, y como no logran avanzar acaban dejando los estudios porque los más pequeños se burlan de ellos. Solo pueden dedicarse a trabajar. La gente dice: «Qué brutos son los indios». No es que sean brutos, es que en los primeros tres años, cuando el niño necesita mucha proteína para desarrollar y hacer los enlaces neuronales, no han podido obtenerlas por falta de una alimentación adecuada. La desnutrición aguda mata, la crónica impide al niño progresar y alcanzar sus capacidades.

—Doctor, ¿siguen muriendo hoy niños por hambre en Guatemala?

—En ciertas zonas, sí. En Alta Verapaz, por ejemplo, se constataron el año pasado 9.428 casos de desnutrición aguda. En 2020 y 2021 tuvimos aquí dos tormentas tropicales —Eta e Iota— que causaron muchísimo daño. Se perdieron las cosechas y no hubo respuesta del gobierno. Durante todo el año hay muertes por desnutrición aguda, pero no se dice. Cuando hay algún desastre, los medios de comunicación hablan de ello dos semanas, pero luego… Casos de desnutrición y de muerte por desnutrición siempre hay y siempre va a haber en Guatemala.

—Usted sostiene que «el hambre en Guatemala es un problema político». ¿Qué quiere decir con ello exactamente?

—Que el Estado no enfrenta el problema. Yo pienso que es una estrategia política, que los políticos nos empobrecen para que luego votemos por ellos. Cuando no tienes un nivel de inteligencia, de discernimiento, votas por aquel que me regala una pelota de fútbol, una playera... Es más fácil mantener a una población ignorante, retrasada y tonta, porque así la puedo manipular a mi sabor y antojo. ¿A quién le interesa que esta gente aprenda? En los treinta años que yo llevo aquí no he visto ninguna política de desarrollo rural, de combate al hambre de frente, de abastecimiento de agua por ejemplo, que generaría menos parasitismo intestinal, menos diarrea… Se hacen cosas paliativas y eso no es luchar de frente contra el hambre. Solamente con que arreglaran las carreteras las cosas mejorarían muchísimo. Yo tuve un profesor que me decía: «Una política pública puede ser lo que se hace, pero también lo que no se hace porque interesa que se mantenga así». En tiempo de campaña electoral vienen los candidatos y se abrazan a la gente, pero los siguientes cuatro años no tenemos ni idea de dónde están.

—Usted tuvo una paciente que tuvo un gesto que le impresionó, una señora indígena que sufría de diabetes…

—Sí, la señora Carmen. Fue hace tiempo, esta mujer tendría entonces unos 63 años y aún vive. Venía cada mes a mi consulta y yo le extendía la medicación para controlar la diabetes. Como era pobre no podría comprarla en su totalidad, así que adquiría la que podía y la tomaba unos días sí y otros no, pero con este modo de proceder no lograba controlar su nivel de azúcar. Pasado un tiempo regresó y el nivel ya era correcto. Me traía dos bananos, una naranja… ¡y una bolsita con medicinas! A su comunidad habían llegado unas personas que le habían regalado las pastillas y las traía para que las compartiera con otras mujeres que estuvieran en su misma situación. Me quedé perplejo. Se había guardado una cantidad para sí, pero con lo que me traía alcanzaba aún para un par de años y la fecha de vencimiento era larga. Ver esa bondad, ese nivel de solidaridad me dejó atónito. Todavía me emociono. Son ejemplos de vida que uno debería imitar: para qué acaparar cuando uno puede compartir. Esa señora indígena es un ejemplo viviente de compartir la vida.

—¿Son los pobres más solidarios que las personas que tienen más recursos?

—Sin duda. Cuanto más pobre se es, más se comparte. Ellos, al fin y al cabo, no son esclavos del dinero.

—Ustedes, en la Asociación, tienen distintos servicios. ¿Cómo les ayuda exactamente Manos Unidas?

­—Sí. En la rama de salud tenemos el dispensario Bethania. Tiene consulta externa, que es el Centro de Recuperación Nutricional, al que se conoce como «el hospitalito»; luego está el centro de medicina natural chortí; y por último la radio chortí, una radio comunitaria local que comenzó también en 1959 para la promoción del trabajo misionero de la Iglesia católica y que ha logrado subsistir hasta hoy. Hemos conseguido que los tres servicios se autofinancien. Pero luego están los proyectos de desarrollo de la comunidad, y ahí es donde entra en juego Manos Unidas. Estos proyectos no los podemos acometer solos porque hay que contratar a gente, comprar motocicletas para los desplazamientos, etc. Y son muy necesarios: tenemos que hacer una labor preventiva en las comunidades para evitar, por ejemplo, que cuando logremos salvar a un niño este no nos vuelva a llegar dos meses después con desnutrición. Manos Unidas nos ayuda, por ejemplo, con proyectos de agricultura sostenible, con los huertos, con el banco de semillas, etc.

­—¿No les ayuda el gobierno?

—Pese a que lo hemos intentado, del gobierno no recibimos ni un centavo. He de decir, no obstante, que no nos prestaríamos a la manipulación de datos y a ocultar la realidad. Lo digo porque en una ocasión, hace años, unos grandes empresarios le dijeron al Padre [el sacerdote belga Jean Marie Boxus, fundador de los proyectos, ya retirado y de vuelta en su país] que le garantizaban un millón de quetzales anuales, el presupuesto del «hospitalito» y del dispensario, con la única condición de que me despidiera a mí, porque decían que hacía mucha bulla y que era alguien que no cuajaba en su plan de trabajo.

—Por lo que veo, no lo hizo.

—No, aunque yo le dije que aprovechara la oportunidad. (Risas) Al fin y al cabo, siendo médico, yo no iba a tener problemas para conseguir trabajo. Y el dinero le hacía falta. Pero no quiso, y aquí sigo.

—¿Qué hace usted para resultar molesto?

—Simple y sencillamente denunciar, y decir las cosas que no están bien hechas.

—¿Qué le parece el lema de la campaña de Manos Unidas: «Nuestra indiferencia les condena al olvido»?

—Realmente precioso. Creo que uno de los problemas más grandes que tenemos hoy es la indiferencia ante el sufrimiento de los demás; que en este mundo individualista que nos está metiendo «el mercado», si yo como, lo demás no importa. Y este lema nos motiva a la solidaridad, a voltear a ver a los que están a un lado. No se trata de dar por dar, sino de compartir. Los pobres no son indiferentes al dolor del hermano, del vecino. Pero a quienes están en una situación económica mejor el dolor ajeno se les ha olvidado.

—A veces se trata simplemente de escuchar…

—Sí. Yo tengo en mi consulta a muchos pacientes que vienen solo a contarme sus penas y angustias. En ocasiones mi secretaria me dice que también ejerzo de psicólogo, pero se trata de no ser indiferente al dolor. Dar una pastilla es lo más fácil, escuchar a las personas cuando lloran delante de uno les demuestra que te importan. El camino de todos, ricos y pobres, al final será el mismo.

—Gran parte de esa «indiferencia que condena al olvido» hay que achacarla a la frivolidad que se ha instalado en los medios de comunicación, en las televisiones, en las redes sociales… Parece que no hay nada más importante que la última tontería del cantante o del deportista de turno. ¿En su país también ocurre esto?

—Igual. Hoy, por ejemplo, los jóvenes donde yo vivo lo saben todo de esos cantantes o del fútbol de España —del Barça o del Madrid— pero ignoran que aquí surgió la guerrilla.

Manos Unidas celebra hoy su 63ª Campaña de Lucha contra el Hambre. La ONG católica avisa de que, de no actuar, la pandemia de covid-19 va a condenar a la pobreza a otros 500 millones de personas —la población de toda la Unión Europea— que se sumarían a las 811 millones que ya hay en la actualidad. El año pasado, y pese a la crisis, la institución logró sacar adelante 474 proyectos de desarrollo en países de África, América y Asia por un importe de 31,5 millones de euros. En Guatemala ha ayudado en la última década a 1.300.000 personas. Lo ha hecho a través de 186 proyectos de desarrollo, en los ha invertido más de 15 millones de euros. De esa cantidad, 600.000 euros han ido a parar a las comunidades indígenas de Jocotán. «El dinero llega», dice el doctor Arriola. «Buscamos dignificar a las personas, no generar más asistencialismo y paternalismo. Sin el apoyo de ustedes no podríamos lograrlo».

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