El Mundial de las (justas) reivindicaciones
Los jugadores de Irán se niegan a cantar el himno en protesta por la represión en su país, y los de Inglaterra se arrodillan en solidaridad con la perseguida comunidad gay
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La Copa del Mundo de fútbol que se celebra en Catar del 20 de noviembre al 18 de diciembre está siendo la de las reivindicaciones. El segundo partido del torneo que enfrentó este lunes 21 de noviembre a las selecciones de Irán e Inglaterra, por ejemplo, será recordado por sus inauditos gestos de protesta: contra el régimen de los ayatolás que reprime con saña a quienes exigen allí más libertad, por un lado, y contra el régimen catarí que, como tantos otros, persigue a la comunidad homosexual, por otro.
Hoy juega Dinamarca, probablemente la selección más concienciada y combativa de cuantas disputan la competición. De hecho, ha difuminado de sus camisetas el escudo nacional y ha dado el color negro —el del luto— a su segunda equipación, para no «ser visibles —dicen— durante un torneo que ha costado la vida a miles de personas». Su intención de entrenar con una elástica que pedía «Derechos humanos para todos» fue frustrada por la Federación Internacional de Fútbol (FIFA), organizadora del torneo, cuyo reglamento prohíbe expresamente en su artículo 27 exhibir mensajes o lemas de carácter político, religioso y personal.
Los jugadores de Irán se negaron a cantar su propio himno como muestra de repulsa por la persecución de los disidentes. Las protestas, como se recordará, comenzaron tras el asesinato el pasado 16 de septiembre por la policía de la moral de una joven kurda de 22 años llamada Masha Amini, que había sido detenida por llevar mal puesto el hijab (velo islámico), y desde entonces han muerto en ellas cientos de personas. En el encuentro de ayer, la realización se recreaba mostrando cómo varias aficionadas iraníes —todas con el cabello descubierto— celebraban los goles de su equipo.
La selección inglesa, por su parte, echó pie a tierra, como hacen los deportistas en Estados Unidos para denunciar el racismo, después de que la FIFA amenazara con amonestar a su capitán si este, como había anunciado, lucía el brazalete «One love», con la bandera arcoíris, un símbolo que estaban dispuesto a llevar también otros seis combinados nacionales, todos europeos. El brazalete «maldito» lo acabó portando, a pie de campo, una periodista de deportes de la BBC. La FIFA ha autorizado la exhibición, en su lugar, de otro que dice «No discrimination», en el marco de una campaña que —se explica— estaba previsto comenzara más adelante, en los cuartos de final del torneo.
Un Mundial comprado
El mundial, el primero que se celebra en un país árabe, nació con mal pie desde el inicio. Catar fue designada sede oficial en diciembre de 2010. Las sospechas de corrupción de los miembros de la FIFA que participaron en la designación no tardaron en hacerse realidad y varios de ellos acabaron procesados por vender su voto. Se trata, por tanto, de un torneo comprado. El escaso interés que despierta en la población local pudo comprobarse en el partido inaugural, que enfrentaba a la selección anfitriona con Ecuador, y en el que gran parte de los seguidores locales abandonaron el campo mucho antes del final.
En los años posteriores el escándalo llegó con la construcción de los estadios e infraestructuras. Los organismos de derechos humanos denunciaron el sistema de esclavitud al que se eran sometidos los obreros que los levantaban —inmigrantes en su totalidad— y la muerte de miles de ellos. El diario británico The Guardian informó en febrero de 2021 de que habían muerto al menos 6.500 trabajadores y de que la cifra, probablemente, sería muy superior.
Tres años antes, en 2018, la Fundación para la Democracia Internacional ya había advertido de que los goles que las rutilantes estrellas del balompié marcaran en Catar estarían teñidos de sangre. Temperaturas de hasta 50 grados —que han llevado incluso a cambiar la época del año en que se celebra—, la legislación laboral del país, basada en el sistema de kafala o patrocinio (el trabajador inmigrante queda atado a su empleador y necesita su permiso par cambiar de trabajo o regresar a su país), y la corrupción arraigada a todos los niveles —decía en un informe— dan como resultado «la explotación de miles de personas que quedan atrapadas por un sistema para el que son descartables». «Se han perdido, en promedio, 12 vidas por semana desde el 2010», alertaba. El gobierno catarí no reconoce esas muertes. El presidente de la Fundación para la Democracia Internacional, el argentino Guillermo Whopei, trasladó esta realidad a la Santa Sede en una audiencia con el Papa.
El pasado fin de semana, víspera de la inauguración del evento, decenas de personas convocadas por «Encuentro y Solidaridad» se concentraron en la Plaza de Isabel II de Madrid para «decir no al mundial de la vergüenza» y exigir el respeto a los derechos humanos en Catar. «6.500 personas no son una estadística, eran seres humanos con familias y derechos. (…) No estamos contra el fútbol sino contra un mundial construido con la sangre de los pobres», argumentaban los organizadores.
Los cristianos, sin libertad religiosa plena
Catar es un monarquía cuya población estimada es de 2,8 millones de habitantes, de los que 2,3 millones son inmigrantes. La mayoría son obreros de la construcción llegados a partir de los años ochenta del pasado siglo. Las comunidades nacionales más numerosas son las de India (con casi 700.000 residentes de ese país), Bangladesh, Indonesia, Nepal, Pakistán, Filipinas y Sri Lanka.
La mayor parte de la población del país es musulmana sunita, siendo los cristianos el 13,1% de la población. Su situación, en cuanto al derecho a la libertad religiosa, deja aún mucho que desear. «Hasta mediados de los años noventa —explica la fundación pontificia Ayuda a la Iglesia Necesitada—, los católicos practicaban su fe organizados en pequeñas comunidades en celebraciones en "capillas" improvisadas en casas y más tarde en un colegio. En 1995, las autoridades modificaron las normas sobre la libertad de culto y permitieron solo a cristianos y judíois erigir lugares de celebración y oración. Los demás credos a día de hoy no pueden registrarse ni establecer lugares de culto. Esta libertad de culto restringida no consiste en plena libertad religiosa. Los ciudadanos cataríes solo pueden ser musulmanes y no se contempla el cambio de religión diferente del islam».
En Catar, según el Informe sobre persecución religiosa en el mundo 2021, hay unos 300.000 católicos. La iglesia de Nuestra Señora del Rosario en Doha, capital del emirato, acoge estos días a los aficionados que quieran asistir a la Eucaristía. El templo tiene capacidad para unas 2.000 personas y es el mayor de la región.