Myanmar: Un año de represión y guerra entre la indiferencia y olvido de la comunidad internacional
Desde el golpe de Estado, se han recrudecido los conflictos armados y se ha duplicado el número de desplazados internos
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Hoy martes, 1 de febrero, se cumple un año del golpe de Estado en Myanmar. Un año de represión y de guerra entre la indiferencia y el olvido generalizados de la comunidad internacional. Según datos de la ONU, desde aquel fatídico día los militares han matado al menos a 1.500 disidentes, y detenido arbitrariamente a otros 11.787. De ellos, 8.792 siguen en prisión a día de hoy. Y no menos de 290 opositores han muerto bajo custodia, seguramente a causa de las torturas infligidas.
La asonada encabezada por el general Aung Hlaing puso ese día punto y final a una década de sueño democrático en la antigua Birmania. El país, de unos 55 millones de habitantes y más de 135 etnias, llevaba siendo gobernado ininterrumpidamente por el ejército («Tatmadaw») desde 1962. Las ansias de libertad de su población y la presión de la comunidad internacional se tradujeron en 2008 en una nueva Constitución y en la elaboración de una hoja de ruta que debía culminar con la celebración de elecciones libres. Cuando estas finalmente tuvieron lugar en 2015, ni siquiera el control de los medios del Estado por parte del régimen pudo impedir la victoria de la Liga Nacional para la Democracia (NLD) de Aung San Suu Kyi, «la Mandela birmana». La premio Nobel de la Paz 1991, la mujer que pasó 19 años en prisión por su compromiso con la democracia y los derechos humanos, compartió desde ese año tareas de gobierno con la junta militar, que se había asegurado por ley el control de los ministerios clave (los de la seguridad) y la cuarta parte de los escaños del Parlamento. Y ello le pasó factura, hasta el punto de que su imagen quedó tremendamente dañada en el exterior a raíz de la persecución de la comunidad rohingya (birmanos de religión musulmana) en el Estado de Rakhine, calificada por Amnistía Internacional como por la ONU como una «limpieza étnica» de manual.
La NLD volvió a ganar las elecciones en 2020 y debía haber asumido las riendas del país… pero los generales tenían otros planes y la transición se fue al traste.
Hoy tanto Aung San Suu Kyi como el expresidente Win Myint, de su mismo partido, están en prisión. Aung, de 76 años, fue condenada el pasado 6 de diciembre a cuatro años de cárcel por un tribunal de Naypyidaw, la capital: dos por el cargo de sedición y dos por violar las restricciones del coronavirus durante la campaña electoral. La líder se afrenta aún a otros diez cargos, entre ellos los de corrupción y violación de secretos de Estado, que podrían acarrearle una condena de hasta cien años.
Recrudecimiento de la guerra
Antes del golpe, en Myanmar ya había guerra: en Kachin, en Kayah, en Karen… Se trataba de conflictos internos de carácter territorial con una componente étnica y religiosa, aunque no solo. Hoy esos conflictos se han recrudecido y la violencia se extiende no solo a los grupos armados sino a toda la población. En la madrugada del 17 de enero, el «Tatmadaw» bombardeó a los refugiados asentados en los bosques cercanos a Loikaw, la capital del Estado de Kayah, al este del país. Hubo al menos tres muertos, un hombre de 50 años y dos hermanas de 18 y 7, todos ellos de la aldea de Moso, la misma en la que la pasada Nochebuena fueron hallados los cadáveres carbonizados de otros 35 civiles cristianos. Hoy las iglesias de la zona, en otro tiempo lugares de refugio para la gente, están vacías y los fieles vagan a la intemperie sufriendo frío, hambre y violencia. El ejército ya ha atacado templos, sin respetar su carácter sagrado ni a sus indefensos moradores: hombres, mujeres y niños desarmados.
Los llamamientos a la creación de corredores humanitarios que permita socorrer a la población civil han caído hasta ahora en el vacío. Según los últimos cálculos de la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA), catorce de los quince Estados del país han superado el umbral crítico de la malnutrición aguda. Casi la mitad de los habitantes del país viven en la pobreza y unos 14,4 millones de personas necesitan ayuda humanitaria. Si antes del golpe había ya 350.000 desplazados internos por la guerra, en el año transcurrido desde el golpe esa cifra se ha duplicado. Muchos de ellos son cristianos. El número total de seguidores de Jesús en Myanmar se calcula en unos 750.000. El Papa Francisco acudió a transmitirles su cercanía en noviembre de 2017, en un viaje que le llevó también a Bangladesh y que no estuvo exento de polémica.
Que callen las armas: hay otros medios
La Iglesia birmana está al lado del pueblo sufriente y no se cansa de llamar a la deposición de las armas. En su última asamblea plenaria, celebrada del 11 al 14 de enero, los obispos han exigido que se respete la santidad de los lugares de culto y que no se ataque tampoco a hospitales y escuelas.
El arzobispo de Yangón (antigua Rangún) y presidente del episcopado, cardenal Charles Maung Bo, dijo hace un par de meses que el país es hoy «un valle de lágrimas». En su mensaje para el Adviento llamó a rechazar el camino de la violencia —«la violencia solo engendra violencia»— y a creer en la fuerza del amor, «una prerrogativa de los valientes». Este martes, aniversario del golpe, ha insistido en este mismo mensaje. «A los que solo creen en la resistencia violencia les decimos que hay otros medios», afirma en declaraciones a Vatican News. Eso sí, exige al mismo tiempo que se ponga fin al suministro de armas, y expresa su decepción por que «tras un periodo inicial de interés», lo que está ocurriendo en su país haya «desaparecido del radar mundial».
Un régimen respaldado por China
No le falta razón. Myanmar no está ahora mismo en la agenda internacional, la situación de sus gentes no figura entre las prioridades de la diplomacia. La comunidad internacional condenó el golpe del 1 de febrero de 2021, es cierto, pero más de palabra que con hechos. Algunos países consideran incluso que se trata de una cuestión interna, lo cual supone de facto otorgar carta de libertad al gobierno. China sigue siendo el principal valedor del régimen.
La chilena Michelle Bachelet, Alta Comisionada de Oficina de la ONU para los Derechos Humanos, ha dicho recientemente que pese a esa condena internacional casi universal la respuesta al golpe ha sido «ineficaz». No solo eso. Ha denunciado que ni el Consejo de Seguridad de la ONU ni la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático han hecho lo suficiente para conseguir que la junta facilite la llegada de la ayuda humanitaria a la población civil. La respuesta dada, dice, «carece de un sentido de urgencia acorde con la magnitud de la crisis». Y añade: «Es hora de un esfuerzo urgente y renovado para restaurar los derechos humanos y la democracia y garantizar que los perpetradores de violaciones y abusos sistémicos de los derechos humanos rindan cuentas».
La postración de un pueblo
El estado de postración del pueblo birmano se resumen en una imagen que dio la vuelta al mundo: la de sor Ann Rose Nu Tawn de rodillas, suplicando a la policía que no disparase a los manifestantes que exigían democracia. La suya no fue una reacción premeditada, sino fruto del amor. Ella misma se sorprendió luego al ver la foto y la repercusión mundial que esta había tenido. «Solo cuando llegué a casa me di cuenta de que mis amigos y mi familia estaban muy preocupados por mí», ha dicho ahora a la agencia AP. Sor Ann Rose huyó del foco mediático, adoptó un perfil bajo y se dedicó a lo suyo: la atención como enfermera de los refugiados. Sabe cómo se las gasta el ejército birmano, pues con nueve años ella también se vio obligada a huir de su casa. «Solía correr cuando era niña cuando entraban al pueblo… Cada vez que veo soldados y policías uniformados me asunto, incluso ahora», ha dicho a AP. Tras aquella emblemática imagen, la policía la tiene en su punto de mira y ya le ha revisado varias veces el móvil.