Vera Aréjula, obispo de Nacala: «Aunque haya algunos yihadistas, en Mozambique no hay una guerra de religión»

El prelado riojano, que pertenece a la Orden de la Merced, da de comer todos los días en el patio de su casa a unos 150 niños de familias desplazadas por la violencia

Vera Aréjula, obispo de Nacala: «Aunque haya algunos yihadistas, en Mozambique no hay una guerra de religión»

José Ignacio Rivarés

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«En la opinión internacional se ha instalado la idea de que esto es una idea de religión, una guerra del Estado Islámico. Aquí pensamos que no es así, aunque es verdad que hay algunos yihadistas». El obispo de Nacala, el español Alberto Vera Aréjula, denuncia los intereses de todo tipo que han convertido a la provincia mozambiqueña de Cabo Delgado, fronteriza ya con Tanzania, en escenario de un conflicto armado que, desde 2017 hasta ahora, ha causado ya casi un millón de desplazados: intereses económicos relacionados, por ejemplo, con la explotación de los grandes yacimientos de gas por parte de las compañías occidentales; intereses vinculados al narcotráfico, porque «por esta zona de costa entra la heroína que viene de la India, Pakistán o Afganistán»; e intereses incluso del crimen organizado, que trafica con chicas jóvenes para la prostitución. La religión, dice, puede ser «una motivación», pero hay muchas otras.

«Son los terroristas los que quieren que creamos que esto es una cuestión religiosa, y no lo es, aunque puede haber 50 fanáticos y, entre ellos, 10 o 15 que guían o manejan toda esta red de terrorismo en Cabo Delgado y ahora en Nampula», insiste el prelado riojano, mercedario, 65 años, que llegó al país como misionero hace 23.

Nunca ha habido problemas de convivencia religiosa

Aunque Mozambique es un país predominantemente cristiano (54% de la población) fruto de la herencia colonial portuguesa, en las provincias norteñas la mayor parte de la población (hasta el 70%) profesa el islam. Este islam, no obstante, siempre ha sido pacífico y nunca se han constatado problemas de convivencia graves. «El problema no es el islam de aquí, sino el que viene de fuera, normalmente de la mano de extranjeros que crean mezquitas financiadas no sabemos por quién», afirma. El prelado refiere que entre los propios yihadistas hay a veces jóvenes no musulmanes sin futuro (alguno incluso cristiano) que se enrolan en algún grupo simplemente por dinero. Prueba de esa buena armonía es que en las misas suele haber también musulmanes. En la que él ofició hace unas semanas en el distrito de Liupo, «había casi tantos musulmanes como cristianos», indica. «En las aldeas, la gente simple y sencilla, cristianos y musulmanes, se siente muy unida, no hay ningún problema. (…) Yo, en las visitas que hago a las misiones, me reúno siempre con los jefes de las mezquitas. La relación es muy buena».

El ataque a la misión de Chipene ha sido la primera incursión terrorista en la provincia de Nampula desde que el yihadismo hiciera acto de presencia en la zona en 2017. Anteriormente los terroristas habían cruzado alguna vez el río Lurio, pero no habían matado a nadie. ¿Por qué el 6 de septiembre, sin embargo, destruyeron la misión de Chipene y asesinaron a la hermana María de Coppi?, se pregunta. «Uno puede pensar —razona— que fue porque había personas de tres nacionalidades diferentes y sabían que al día siguiente su acción iba a tener repercusión internacional, máxime cuando el gobierno está diciendo que, más o menos, ya ha controlado el problema».

Armed attack on the Chipene mission in the diocese of Nacala in Mozqmbique 6. to 7. September 2022

Uno de los vehículos de la misión de Chipene, atacada por los terroristas el pasado 6 de septiembre / Diócesis de Nacala/ACN

En Chipene, en efecto, había dos sacerdotes fidei donum italianos y cinco religiosas combonianas, dos italianas, dos españolas y una togolesa. Las instalaciones de la misión quedaron prácticamente destruidas en su totalidad. El obispo ha anunciado que «seguramente» abrirá el proceso de canonización de la misionera asesinada.

«La mortalidad infantil ha aumentado mucho»

Monseñor Vera Aréjula, que lleva como residencial de Nacala desde 2018 (antes fue obispo obispo auxiliar de Xai-Xai), recuerda el sufrimiento y la resiliencia del pueblo de Mozambique, que prácticamente lleva cien años en guerra, en tres conflictos distintos. «Uno escucha unas realidades tan fuertes que se queda espantado. Hay cosas que yo me pregunto si sería capaz de sufrir», confiesa. Comenta la historia del país en un encuentro con la prensa organizado por la fundación pontificia «Ayuda a la Iglesia Necesitada» el día en que se cumplen treinta años de la firma de los acuerdos de paz que pusieron fin a 16 años de guerra civil entre FRELIMO y RENAMO.

Desde hace cuatro o cinco meses, Vera asiste en su casa, situada en un barrio muy pobre, a unos 150 niños desplazados por la violencia. «Vienen por la mañana junto a otros niños del barrio. La idea es que se integren con ellos y superen sus traumas. Están cuatro o cinco horas por la mañana y después van a la escuela. Y cuando salen, vuelven y en una carpa grande les damos un plato de comida. Luego se van con sus familias. Aquí juegan al fútbol y se relacionan con otros niños. Desde que están aquí parecen ya otras personas».

La situación actual en muy complicada para millones de mozambiqueños. «Entre los desastres naturales, la guerra y el cambio climático —hace dos años en vez de en octubre comenzó a llover en febrero y hubo una hambruna terrible— la desnutrición y la mortalidad infantil han aumentado mucho», señala.

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Los acuerdos de paz de 1992, suscritos gracias a la mediación de la Comunidad de Sant´ Egidio, no han conseguido ser llevados a la práctica, y las heridas de la guerra civil siguen aún abiertas. «Ha faltado diálogo y un acuerdo económico para que las riquezas no se queden en un grupo reducido, sino que beneficien a todos: también las ayudas que llegan del exterior, que muchas veces no llegan a su destino».

La educación, clave

Para Vera Aréjula, la clave del desarrollo, como siempre, está en la educación, a la que muchos jóvenes no tienen acceso. «Tenemos que fomentar la educción y crear oportunidades para estos jóvenes», dice, al tiempo que denuncia la preocupante realidad de la que es testigo a diario en Nampula. «Viví 13 años en Motola, y cinco en Xai-Xai. Allí veía que los jóvenes tenían deseos de estudiar. Aquí llevo cuatro años, desde el 1 de julio de 2018, y más allá de las ciudades, eso no lo veo. En la mayoría de las aldeas, ni las familias, ni los niños tienen interés. Los propios maestros están desanimados, porque tienen que ir a buscar a los niños para llevarlos a la escuela».

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