Ratzinger y Henri de Lubac: Dos buenos amigos
Madrid - Publicado el
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Henri de Lubac y Joseph Ratzinger mantuvieron una estrecha y profunda amistad desde bien temprano. Ambos estuvieron muy unidos en su vocación académica y en su destino personal; ambos se comprometieron contra el antisemitismo; ambos pasaron a la clandestinidad como miembros de la resistencia contra los nazis, y ambos fueron buscados por la Gestapo.
A un joven Ratzinger le ayudó mucho la lectura de Catolicismo, obra que su amigo Alfred Lãpple le había dado a leer a finales de 1949. Al profesor jesuita en Catolicismo, su ópera prima, publicada en 1938, no le interesa tanto lo católico, cuanto la catolicidad. La iglesia es ‘católica’ desde el primer momento de su existencia, afirma De Lubac. «Católico» no tiene que ver con el número de miembros de la Iglesia ni con la mayor o menor propagación geográfica de la doctrina. La Iglesia «era católica ya la mañana de Pentecostés, cuando sus miembros cabían aún en un pequeño cuarto», sostiene el jesuita De Lubac, «y lo seguiría siendo aun cuando perdiera a la mayoría de sus fieles por una apostasía en masa».
Una tercera parte de Catolicismo consiste en citas de Santos Padres y grandes autores medievales, antepasados nuestros en la fe. De Lubac, quería aprovechar este «tesoro insuficientemente explotado de los Padres de la Iglesia, este inmenso ejército de testigos que mostraron que todos los que son fieles a la Iglesia una y, desde la misma fe, y viven en el mismo espíritu, siempre convergen, sin excepción».
«Cuando Catolicismo apareció en Francia», escribe Hans Urs von Balthasar, su traductor al alemán, desencadenó «entre los grandes pensadores una suerte de profundo espanto. ¿Cómo era posible que durante tanto tiempo no se hubiera tenido todo esto en cuenta? En lo concerniente a la esencia y tarea de la Iglesia, ¿no era necesario volver a tender de nuevo los cimientos?». Urs von Balthasar resume este impacto eclesial: «De Catolicismo emanó, como de una onda fundamental, un efecto al principio oculto, pero tanto más perdurable: el de una conversión».
Catolicismo entró entre las lecturas que Ratzinger empleó para su tesis doctoral: «No solo me proporcionó una comprensión nueva y profunda del pensamiento de los Padres de la Iglesia, sino también una nueva mirada a la teología y a la fe en su conjunto. La fe se había convertido aquí en visión interior y, justamente en la medida en que uno pensaba con los Padres, devenía de nuevo actual». Este libro supone para el joven teólogo una suerte de revelación. Le conmovió hondamente por esa radicalidad y modernidad con que aparecía el cristianismo y que tanto tiempo llevaba buscando. Ratzinger hablará más tarde de un «verdadero avance» y de la «una lectura clave» de sus primeros años como teólogo, gracias a a la cual se abrió «a una nueva comprensión de la unidad de Iglesia y Eucaristía». Califica a De Lubac, junto con Hans Urs von Balthasar, como el teólogo más significativo y determinante para él, que vivió el gozo de «poder ver al cristianismo de un modo nuevo y más amplio, una vez superadas las ya algo manidas formulaciones pasadas, inserto en la vida moderna». «Nunca he vuelto a conocer a personas con una formación teológica, filosófica y cultural tan amplia como Balthasar y De Lubac… ¡cuánto le debo al encuentro con ellos!».
Ratzinger reconoce que la clave teológica de su obra la asumió del teólogo francés, que la sistematiza en breves palabras: «Nunca he pretendido ofrecer un sistema filosófico ni una visión teológica global…mi única intención ha sido recordar la gran tradición de la Iglesia, que entiendo como experiencia común de todas las épocas cristianas. Pues esta experiencia protege a la Iglesia de confusiones, la sumerge en profundidad en el Espíritu de Cristo y le abre caminos hacia el futuro». Hoy vemos qué gran parecido entre ambos. También Ratzinger ve su tarea teológica en pensar junto con los grandes maestros de la fe. Y ello, «sin detenerse en la Iglesia antigua», sino «sacando a la luz el auténtico núcleo de la fe oculto bajo las incrustaciones, a fin de devolverle su fuerza y dinamismo». «Tal impulso es la constante de mi vida».
Las publicaciones del teólogo Henri de Lubac encontraron una entusiasta acogida, pero, de la noche a la mañana, el viento cambió de dirección. Cuando la noticia de las medidas tomadas contra De Lubac llegó a Munich, el profesor Söhngen no mencionó el suceso en el aula, pero, al terminar la clase, se fue a su despacho con Ratzinger y, sin decir palabra, se sentó al piano y «desahogó toda su ira sobre el teclado». De Lubac aceptó las sanciones sin rechistar. Aquello, dejaría puesto por escrito en aquel fatídico 1950, «no iba a menoscabar su relación con Cristo ni su amor a la Iglesia… Por mucho que las sacudidas que me alcanzan desde fuera agiten mi alma de raíz, nada podrán contra las cosas grandes y esenciales que constituyen cada instante de nuestra vida. La Iglesia está siempre ahí, maternal con sus sacramentos y su oración; con el Evangelio, que transmite íntegro; con sus santos, que nos rodean; en una palabra, con Jesucristo, al que nos entrega en mayor medida incluso cuando nos hace sufrir».
A J. Ratzinger le entusiasmaron en Catolicismo sobre todo los pasajes en los que De Lubac presenta la Iglesia como la encarnación de Cristo, prolongada en la historia. Al mismo tiempo, la Iglesia también es humana. Su renovación solo puede acontecer mediante «el retorno a las fuentes antiguas», mediante el estudio de los Padres de la Iglesia y mediante una forma de vida que se tome la fe tan en serio, como lo habían hecho los primeros cristianos. Si lo cristiano es eterno, dice De Lubac, nunca puede comprenderse de una vez para siempre.
Ni en sueños habría podido imaginar Ratzinger, cuando todavía era un estudiante de Teología, que un día tendría una intensa amistad con su gran modelo e incluso fundaría junto con él la revista Communio. El teólogo jesuita francés se convertirá para él en un eslabón de unión con el polaco Karol Wojtyla. «Me inclino ante el padre De Lubac», dijo Juan Pablo II en una visita a París. Al reconocer a Henri de Lubac entre el público, interrumpió su discurso e inclinó su cabeza en señal de reconocimiento y veneración.
Ratzinger casi que no podía actuar de otro modo. El joven teólogo había descubierto en Catolicismo que la Iglesia experimentó un cambio estructural que la llevó de pequeño rebaño a Iglesia Universal. Después de ello, en las sociedades occidentales su verdad y su fe impregnaron durante siglos la cultura, la ciencia, el estilo de vida. Con De Lubac comparte el análisis, la palabra profética y la resistencia, cuando es preciso alzarse contra lo falso, contra lo desencaminado, y parece que, desde ese momento, es tan connatural como el amor a la Iglesia.
Los análisis de Ratzinger, al igual que los de Henri de Lubac, ponen de manifiesto que el problema consistía en que él sabía (o al menos intuía) que el proceso de declive de la fe cristiana difícilmente podría detenerse. Que lo que era y lo que es y lo que ha de venir no está totalmente determinado, pero en cierto modo debe ser siempre así. Según la concepción que Ratzinger tiene de la «historia de la salvación», que es también la de san Buenaventura, pueden producirse mejoras, pero el curso de los acontecimientos en el tiempo hace ya mucho que está inscrito —como plasmación de la providencia divina— en el libro de la vida, en el libro del sentido y del ser.
Ambos teólogos se encontraron en el Concilio. Ratzinger siempre recordará que aquel encuentro fue inolvidable, y se asombrará de la humildad, bondad y amistad del teólogo francés. Fue como el reencuentro de dos viejos amigos. Hablaron en francés. Por entonces, el jesuita pasaba mucho tiempo postrado en cama. Padecía dolores continuos a consecuencia de las heridas sufridas durante la Primera Guerra Mundial. Pero, por enfermo que estuviese, De Lubac seguía estudiando. Había pedido que le trajeran un libro de la biblioteca municipal romana, pues estaba investigando sobre un autor del siglo XVI. Fueron don buenos amigos, y eso que De Lubac, nacido en febrero de 1896, podría haber sido su ‘padre’. Desde que leyó Catolicismo, cuando aún era estudiante de teología, quedó como sumido en una especie de ‘embriaguez intelectual lubaciana’. Ratzinger a nadie valoraba más como teólogo que a De Lubac, y nunca se separaría de su compañero y fiel amigo. Gracias a la lectura de las obras de Henri de Lubac el teólogo alemán adquirió, según propia confesión, «nuevos e importantes conocimientos». Y de otro de los grandes, Jean Daniélou, afirma que tomó todo el material histórico sobre el que fundamentó la tesis de que el cristianismo es, «en esencia, fe en un suceso», por la entrada y el acompañamiento de Dios en la historia y, por ende, no es una religión cósmica o mística como otras.
Algunos le etiquetan –y estos días tras su muerte se vuelve a repetir- como ‘progresista’. Ratzinger lo repitió muchas veces: «Entonces, ser progresista todavía no significaba escapar de la fe, sino aprender a comprenderla mejor, vivirla con más propiedad, desde los orígenes». La traducción de la fe al presente y la búsqueda de formas litúrgicas a la altura de la época era, en su opinión, el primer requisito de cualquier paso para ser Iglesia con talante misionero. A diferencia de otros teólogos, Ratzinger basaba su argumentación en la fe de la Iglesia, nunca contra ella. En uno de los primeros discursos escritos para Frings afirmó cuál era el objetivo «que el papa ha fijado para este Concilio: renovar la vida cristiana y adaptar de tal forma la disciplina eclesiástica a las necesidades del momento histórico que el testimonio de la fe pueda resplandecer con claridad renovada en medio de las oscuridades de este mundo».
Durante estos años, la relación de Ratzinger con De Lubac se hizo más profunda. Durante un periodo de sesiones en Roma, el francés señaló en una nota que fue corriendo a la Domus Mariae «para escuchar al Dr. Joseph Ratzinger, que va a hablar de la colegialidad episcopal y sus implicaciones pastorales». El 6 de octubre de 1965 anotó en su Diarios del Concilio: «El Dr. Joseph Ratzinger, un teólogo tan pacífico y benévolo como competente». Con anterioridad, el teólogo alemán le había agradecido a De Lubac el envío de dos libros suyos, y le aseguró que, «naturalmente, siempre he seguido la pista de sus otras obras, por lo que, un poco, me puedo considerar discípulo suyo, a pesar de no haberlo escuchado nunca».
Henri de Lubac mostró, al poco de concluir el Vaticano II, que las propuestas de Ratzinger debían ser tenidas en cuenta: «Acabo de leer en La Croix un comentario sobre la ponencia impartida por el Dr. Joseph Ratzinger durante el Katholikentag; y si me lo permite [dirigiéndose al editor de la revista], yo además añadiría: este texto del Dr. Ratzinger contiene el modelo de un poderoso cambio de rumbo que debe ser llevado a cabo urgentemente si nos atenemos al auténtico espíritu del Concilio y al verdadero aggiornamento». De Lubac veía en la visión de Ratzinger la salvación de un "progresismo" que conduce hacia la disolución espiritual y, a la vez, era la solución para «el deseo de muchos de una renovación auténtica». Instó al editor de La Croix a «perseguir con más ahínco el camino al que apunta esta ponencia del Dr. Ratzinger. El Santo Padre y nuestros obispos, sin duda, se lo agradecerían». Esto ayudaría a todos los cristianos, «desconcertados por los actuales acontecimientos, a seguir con fidelidad el camino del Evangelio».
Ratzinger estaba profundamente convencido de que los textos conciliares se encuadraban dentro de la continuidad de la fe, si se interpretaban en continuidad, entonces, «abrirán un camino con un gran futuro por delante». Siendo profesor en Tubinga se percató «de qué manera tan diferente habían interpretado el Concilio». En su facultad había visto cómo un teólogo, «del que yo sabía que había abandonado la fe, pues él mismo me lo había dicho, uno que no creía en nada, comenzó aun así a enseñar que sus ideas representaban el auténtico catolicismo». Esta «destrucción de un comienzo tan prometedor como había sido el Concilio» le produjo «gran dolor».
Ratzinger no era el único que sentía así. Muchos otros teólogos que habían ejercido una gran influencia en el Concilio compartían su crítica. Lubac y Congar manifestaban también sus reparos frente a la traición y los excesos. Científicos, artistas y poetas —como Julien Green, Salvador Dalí o Georges Brassens— se dirigieron al Vaticano para que pusiera coto a las distorsiones. Hans Urs von Balthasar elogiaba la calidad de los textos del Concilio, pero criticaba que ahora los espíritus pequeños campaban a sus anchas. Estas personas querían hacerse los interesantes a bajo coste, vendiendo trasnochadas ideas liberales como nueva teología católica.
Tras el final del Concilio Vaticano II, Ratzinger y De Lubac, y otros compañeros como Daniélou, Balthasar, Congar… juzgaron que muchos impulsos de reforma, lejos de ser interiorizados, se habían adaptado a las modas de una sociedad secularizada. Pero muy pronto fueron otras las cuestiones que se adueñaron del debate público. El entusiasmo por el Concilio fue sustituido por un entusiasmo por el marxismo. Ahora ya no se trataba de liquidar rancias tradiciones eclesiásticas, sino de liquidar la religión y la Iglesia mismas.
En sus memorias, Ratzinger anotó que el jesuita francés, «que tanto había sufrido con la estrechez del régimen de la neoescolástica, demostró ser un decidido luchador contra la amenaza fundamental a la fe que había modificado todos los frentes de antaño». Sigue diciendo que para él había supuesto «un gran aliento» ver que existía alguien que «valoraba la situación actual y nuestra tarea en ella exactamente igual que yo». Cuando el 11 de mayo de 1998 Ratzinger recibió las insignias de comandante de la Legión de Honor francesa, aprovechó la ocasión para resaltar especialmente una vez más el espíritu luchador del jesuita francés: «El padre De Lubac fue durante la guerra uno de los valientes inspiradores de la resistencia en Francia. Luchó contra una ideología de la mentira y de la violencia, pero nunca contra un pueblo. La resistencia francesa era portadora de la auténtica fuerza de reconciliación: el humanismo cristiano, basado en la universalidad y la fuerza unificadora de la verdad. La verdad también es una espada contra la mentira, y el padre De Lubac no tenía miedo a la hora de emplear esa espada en contra de la mentira, dentro y fuera de la Iglesia, antes y después del Concilio. Pero él era, sobre todo, un hombre de la paz y de la fraternidad en el amor de Cristo». La colaboración con el francés —ese perfecto «modelo para una vida según el Evangelio»— había sido para él «uno de los regalos más grandes que he recibido en mi vida». Ahora, seguro que se han encontrado en la “morada eterna” donde pueden contemplar la Verdad cara a cara y disfrutar de una amistad espiritual que ya comenzó en la tierra.