La historia de cómo surge la histórica cumbre para la protección del menor

Después de que todos los obispos de Chile presentaran su 'dimisión', el Papa decidió convocar esta cumbre

La historia de cómo surge la histórica cumbre para la protección del menor

Eva Fernández Huéscar

Roma - Publicado el - Actualizado

7 min lectura

El viaje internacional que Francisco realizó a Chile en enero de 2018 marcó un antes y un después en su modo de gestionar esta crisis dentro de la Iglesia. A su regreso, decidió intervenir personalmente en casos de encubrimientos, dedicó muchas horas a hablar con las víctimas, dirigió la “limpieza” de sacerdotes que abusan de menores y relevó a obispos que habían afrontado las denuncias de forma negligente en varios países.

Francisco no tolera a los encubridores: a quienes tuvieron en sus manos la obligación de hacer justicia y optaron por el silencio. Empezó a tirar de la manta abiertamente en 2015 con los ceses de los arzobispos de Kansas City y de Saint Paul-Minneapolis, no porque hubieran cometido abusos sino por haber encubierto y dejar sin castigo a los sacerdotes culpables. Se atrevió incluso a suspender de todo ministerio público a cardenales que parecían “intocables” como el antiguo arzobispo de Washington, Theodore McCarrick, a los 87 años. Como en la disciplina interna de la Iglesia son los delitos más graves, el papa dio un paso más allá expulsándole del cardenalato. No era el primer cardenal con el que tomaba medidas tan drásticas. En 2013 decidió suspender “a divinis” -es decir, prohibir toda actividad sacerdotal- al arzobispo de Edimburgo, Kevin Patrick O’Brien, acusado de abusar de sacerdotes. Había que reparar demasiados años de silencio y encubrimiento.

Durante el viaje a Chile a Francisco le preguntaron por el entonces obispo de Osorno, Juan Barros, que estaba siendo muy cuestionado. Ante la pregunta de una periodista chilena, el papa aseguró que no había pruebas contra este obispo. Fueron muy pocas palabras, pero resultaron demoledoras para la opinión pública chilena. En el viaje de regreso Francisco pidió disculpas por ese comentario, reconociendo que el hecho de que las víctimas carezcan de pruebas o no puedan demostrarlo, no significa que no haya habido delito.

Pero algo cambió al regreso de ese viaje. Como primera medida dispuso que uno de los mayores expertos vaticanos en la investigación de abusos sexuales, monseñor Charles J. Scicluna, arzobispo de Malta, viajara hasta Chile para escuchar a todos los que quisieran hablar y dar su testimonio sobre lo ocurrido.

Los predecesores de Francisco habían marcado una línea muy clara a la hora de enfrentarse a la tragedia de los abusos. En el año 2002 Juan Pablo II reunió en Roma a todos los cardenales norteamericanos y a la ejecutiva de la Conferencia Episcopal. Ante lo que se venía venir, lanzó un aviso a navegantes: “La gente debe saber que en el sacerdocio y en la vida religiosa no hay lugar para quienes dañan a los jóvenes”.

Benedicto XVI llegó a expulsar del sacerdocio a más de ochocientos abusadores, la mayoría por delitos cometidos en los años setenta y ochenta del siglo XX, probablemente el peor momento de la crisis. Todavía resuenan en la cabeza de muchos la contundencia de sus palabras: “Yo me avergüenzo”, pronunciadas en el vuelo a EEUU y que se convirtieron en detonante de su lucha decidida contra la pedofilia.

Para el papa Francisco un solo caso de abuso ya es intolerable. Por eso aprovecha cualquier ocasión, tanto en audiencias generales como en las homilías de Casa Santa Marta, para urgir a que se trabaje en la prevención a gran escala y a que se pongan en marcha protocolos completos que sirvan de modelo para otras instituciones.

Para concienciar a la Iglesia, creó en diciembre de 2013, la Pontificia Comisión de Protección de menores presidida por el cardenal arzobispo de Boston, el capuchino Sean O’Malley, que incluye también entre sus miembros a víctimas de abusos. Este grupo tiene como tarea elaborar directrices y formar a los responsables de las diócesis y de las conferencias episcopales para que detecten los abusos, ayuden a las víctimas a recuperarse del drama y enseñen a los obispos a apartar a los culpables.

Antes de que el escándalo de los abusos sexuales a gran escala se recrudeciese, el papa había publicado ya una Carta Apostólica a todos los católicos, con un título que evoca la actitud atenta y cuidadosa que los obispos, y todos los miembros de la iglesia, deben tener ante las víctimas de esta tragedia. Se titula “Como una madre amorosa” y es un documento en el que se establecen las normas para cesar a los obispos negligentes en casos de abusos sexuales contra menores o personas vulnerables. Era una forma clara de advertir, endureciendo la ley, que no estaba dispuesto a permitir que estos hechos se repitieran

Como muestra de su “tolerancia cero” frente a los abusos, el papa ha recordado que, aunque a lo largo de estos años ha recibido unos 25 casos de petición de gracia, él no ha firmado ninguno. Francisco conoce a fondo el problema, porque lleva tiempo recibiendo en privado, los viernes, a víctimas de abusos. Los encuentros que mantiene con las víctimas son siempre reservados. Las reuniones se celebran de forma individual o en grupos, y en ocasiones asisten también personas que les han ayudado a superar el trauma.

La crisis de los abusos llegó a su punto culminante a mediados de agosto de 2018 cuando se hizo público el demoledor informe del gran jurado del estado de Pensilvania, que documentaban abusos de 300 sacerdotes sobre unos 1.000 niños a lo largo de los últimos 70 años. Un nuevo mazazo.

El papa reaccionó a esa información a través de un comunicado de su portavoz, en el que dos palabras destacaban sobre el resto: vergüenza y dolor. Eran las únicas capaces de expresar sus sentimientos ante crímenes tan terribles.

El único aspecto positivo de ese informe era la comprobación empírica de que los casos habían descendido drásticamente en los últimos años. Y todo fruto de las medidas aplicadas tras la enérgica intervención de Juan Pablo II en el año 2002, cuando una ola de escándalos sexuales destapada por el periódico Boston Globe y que quedó retratada en la película Spotlight del 2015, llevó al papa polaco a reunir en el Vaticano a todos los cardenales norteamericanos y a la cúpula de la conferencia episcopal para reiterarles que dentro de la Iglesia no cabían quienes hacen daño a los jóvenes.

Fruto de aquel encuentro fue la llamada “Carta de Dallas” de la Conferencia Episcopal norteamericana, que estableció los mejores protocolos de protección del mundo.

Entre otras medidas este protocolo incluye como obligatorio que el obispo denuncie el abuso a las autoridades correspondientes; que suspenda al sacerdote denunciado mientras dure la investigación; y que lo expulse definitivamente al primer abuso confirmado.

Pero tras la publicación del informe de Pensilvania, el papa dio un paso más y escribió una carta muy contundente a todos los católicos del mundo para implicarles en la solución del problema. Subrayaba que los abusos atentan contra la comunión eclesial, recordaba que el daño infligido a las víctimas no prescribe, aunque las leyes civiles lo hagan, y pedía, una vez más, el compromiso de todos para erradicar este mal.

En cierta forma Chile fue para el papa Francisco lo que Irlanda para Benedicto XVI. En 2010 el pontífice alemán envió una carta a los católicos irlandeses en la que les urgía a tomar medidas “verdaderamente evangélicas, justas y eficaces en respuesta a esta traición de la confianza”. Con esta misiva consiguió un cambio total de actitud hacia las víctimas. Desde entonces, la incidencia de nuevos abusos en Irlanda ha sido mínima, aunque sigan saliendo a la luz casos antiguos.

Ambos pontífices agarraron el toro por los cuernos. Ni el delito de los abusos ni su encubrimiento debía tener espacio en la Iglesia, porque quiebra la comunión y hay que recomponerla.

Cuando el arzobispo de Malta, Charles J. Scicluna regresó de Chile, preparó un informe para el papa de 2.300 páginas. Fue el resultado de sus investigaciones privadas y de las conversaciones con las víctimas. El papa lo leyó y se quedó impresionado. Tanto que tomó una pluma y escribió una larga carta a los obispos chilenos en la que se disculpaba ante la opinión pública por haber “incurrido en graves equivocaciones de valoración y percepción de la situación, especialmente por falta de información veraz y equilibrada.”

Semanas después Francisco convocó a Roma a todos los obispos chilenos para pedirles su colaboración respecto a las medidas que deberían ser adoptadas para reparar en lo posible el escándalo, restablecer la justicia y recuperar la confianza en la Iglesia por parte de la sociedad chilena.

Al finalizar esa reunión en el Vaticano, por primera vez en la historia, todos los obispos de un país pusieron simultáneamente sus cargos a disposición del papa. Era la única forma de solucionar la crisis.

Ante este problema tan doloroso para Francisco todo esfuerzo es poco. Por eso tomó una medida sin precedentes, convocando esta cumbre en el Vaticano.

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