Cuando el cristianismo es sal
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Estimado don Luigi Maria Epicoco: Le sigo con frecuencia en sus meditaciones, homilías y conferencias, y he empezado a leer algunos de sus libros, aunque se han traducido pocos al español. Acabo de terminar Sal, no miel, publicado en España por Ediciones Paulinas.
No solo me ha llamado la atención un estilo ágil y periodístico sino sobre todo que la gran mayoría de las referencias del texto están tomadas de la Escritura. En los autores de espiritualidad es bastante habitual salpicar el texto de citas de santos, teólogos e incluso de escritores y cineastas. Algunas hay en este libro, aunque lo que predomina es la Palabra, lo que me ha recordado aquello de “Y les proponía la Palabra” (Mc 2, 2). Llego a la conclusión, evidente, por cierto, de que su catequesis propone una continua lectura de la Palabra, cuya riqueza nunca acabaremos de descubrir. En nuestro mundo resuenan muchas voces, hay un exceso de noticias, y eso contribuye a menudo a sepultarnos en la duda o en la inacción. En cambio, la Palabra, a modo de los silbidos del Buen Pastor, es una guía segura para las ovejas que marchan a través de un camino de sombras. La lectura de la Palabra es además a una invitación a la humildad, de la que hace usted una buena definición en la introducción de su libro: “La humildad es dejar de fiarse de nosotros mismos y confiar solo y exclusivamente en Él”.
Hoy se suele repetir aquella cita de Benedicto XVI de que el cristianismo no es la adhesión a una idea sino el encuentro con una Persona. Es cierto, pero para encontrarla hay que descubrir su Presencia. Y a esto nos lleva a una de tantas paradojas cristianas, que se resume así en su libro: “Esta Presencia solo se ve escuchándola”. Cuando acogemos la Palabra, estamos abriendo a Dios un espacio en nuestra individualidad. De este modo se puede entender aquello de morir a nosotros mismos. Realmente no es morir. Es participar de la vida de Cristo, que se ha hecho pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9). Pero un mundo en que se ha hecho norma habitual la autosuficiencia, que inevitablemente lleva a la autorreferencialidad, tiene dificultades para entender la Palabra. Una Palabra que es sal, da sabor y no es dulzona y empalagosa como la miel, a la que se asemeja toda la sucesión de mensajes emotivistas que impregnan nuestra sociedad posmoderna.
En mi opinión, otra interesante aportación de su libro es la presentación de las tres virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad. La virtud es un término casi en desuso, y cuando algunos lo emplean parecen estar pensando en un esfuerzo meramente personal para alcanzar un determinado objetivo. Por tanto, todo el mérito sería el resultado de ese esfuerzo. Pero aquí se trata de virtudes teologales. Si son teologales, son un don de Dios, no el resultado de nuestro esfuerzo. En este sentido me identifico con las definiciones que da de cada una de ellas en el libro.
“La fe es creer que Dios me ama”. No podemos, por tanto, limitarnos a creer que Dios existe. En mi opinión, ese sería el Dios, Gran Relojero o Arquitecto del Universo, de la época de la Ilustración. No sería el Dios Trinidad de los cristianos, pues se desentendería de sus criaturas. Tampoco hay que confundir, como bien señala en su libro, la fe con un acto emotivo. No cabe duda de que eso es tan pobre como efímero. Estoy de acuerdo en que tenemos que pasar de ser Simón a ser Pedro. Y añado que solo Él puede hacer de nosotros “piedras vivas” (1 Pe, 2,5).
“La esperanza es saber que en el fondo de todo lo que existe hay un bien”. Descubro una interesante referencia en el libro a la oscuridad, una oscuridad que no lo es tanto, pues quien
vive en la esperanza, se da cuenta de que no todo es oscuridad. La esperanza nos hace conscientes de que Dios tiene un proyecto para mí, y no solo para mí, sino para todos a partir de mí. He meditado además esta expresiva cita: “De mi paciencia ante la Cruz, de mi permanecer en la oscuridad con esperanza, depende el destino de todo un pueblo”. Estoy seguro que detrás de todo, hay un algo, y un algo muy grande, porque así lo quiere Dios.
“La caridad es saber que antes de todo, por encima de cualquier otra cosa, está el amor”. Se ha repetido hasta la saciedad, y es cierto, que el cristianismo es amor, pero he descubierto en su libro otros matices: “el cristianismo es ante todo ser amados”, “el mandamiento del amor es amar, pero también dejarse amar”. Desde esta perspectiva, pueden iluminarse muchas realidades. Las prácticas de la vida cristiana no son una mera rutina o cumplimiento. No son deberes externos y así se nos lo recuerda en el libro: ir a misa, leer el evangelio, confesarse, acercarse a la Eucaristía… Lo hago para dejarme amar. Nos previene usted también ante la tentación de la gnosis, que experimentamos los que escribimos, que a veces llegamos a pensar que todos los problemas se resuelven sabiendo, leyendo o razonando. Pero como bien dice: “El saber no cambia la vida. La vida la cambia el amor”.
Una conclusión extraída de la obra con la que invito a otros a leerla. La fe, la esperanza y la caridad son dones de Dios. Cada vez que los acogemos, el Espíritu Santo actúa en nosotros y se crea un espacio de libertad. Es el espacio de la libertad de Dios.