Esto es guiar la barca
José Luis Restán publica este análisis en el semanario 'Alfa y Omega'
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Hay palabras-guía de las que no deberíamos separarnos nunca, palabras que son como una luz en la tiniebla, que nos ofrecen claridad y coraje, dos bienes de los que los católicos estamos hoy tan necesitados. Me refiero al discurso del Papa Francisco al término del Encuentro sobre la Protección de los Menores en la Iglesia, un discurso que ha defraudado a muchos y que sin embargo yo considero un verdadero tesoro para afrontar este momento de grandísimo dolor, perplejidad y turbación en el pueblo cristiano.
El Papa que ha invitado a la Iglesia a realizar un gesto histórico de autoconciencia, arrepentimiento e incluso humillación como ninguna otra institución ha hecho jamás, ha pedido también seriedad y rigor en el análisis. A algunos esto les pone nerviosos. Francisco ha introducido una amplia información sobre la pavorosa extensión del fenómeno de los abusos sexuales en nuestro mundo con datos de instituciones como la OMS, Unicef e Interpol, y ha denunciado que el turismo sexual y la pornografía se han convertido en un contexto cultural trágicamente normalizado. Este es el marco cultural y sociológico en el que se insertan los casos protagonizados por sacerdotes y religiosos, y es necesario tenerlo presente. Lo cual no atenúa ni relativiza la monstruosidad de estos casos, en los que personas a las que se ha confiado las almas de los más inocentes han traicionado su vocación y se han convertido, según el Papa en “instrumento de satanás”.
El segundo punto que ha descompuesto a bastantes analistas es precisamente que Francisco vea en esta inhumanidad bestial una manifestación del espíritu del mal, y que advierta que sin tener presente esta dimensión no podremos aportar verdaderas soluciones. Por eso en el combate contra este mal, junto a las medidas prácticas que derivan del análisis de las ciencias y del derecho, la Iglesia tiene que practicar “las medidas espirituales que el mismo Señor nos enseña: humillación, acto de contrición, oración y penitencia”. Así venció Jesús al mal, así debe vencerlo también su Iglesia. No fue un comentario al margen. Con toda su autoridad de pastor de la Iglesia universal, Francisco quiso poner nombre a este abismo, a sabiendas de que con ello se ganaría la incomprensión, la hilaridad y el ataque agresivo de muchos.
Por otra parte se ha atrevido a denunciar las polémicas ideológicas y las políticas periodísticas que a menudo instrumentalizan el drama de los abusos. ¡Hace falta valor! El trabajo de la Iglesia para abordar esta lacra debe evitar tanto una especie de justicialismo, provocado por el sentido de culpa y la presión mediática, como la autodefensa, que prefiere eludir el abismo de mal de estos graves delitos.
En continuidad con el magisterio de Benedicto XVI, Francisco ha sostenido la necesidad de un cambio de mentalidad para combatir la actitud que tiende a salvaguardar la imagen de la Institución, y en cambio dar prioridad absoluta a las víctimas de los abusos en todos los sentidos: escucha, acogida, acompañamiento y reparación. Para todo esto son necesarios itinerarios claros y transparentes, normativas precisas que ya se vienen ajustando, protocolos que se nutren de la experiencia de diversas instituciones, implicadas en la lucha contra los abusos. Pero sobre todo hará falta un verdadero corazón pastoral. El escándalo de tantos que echan en falta un mega-documento final o una batería legislativa sólo se explica por desconocimiento del fenómeno o mala fe.
Es importante recordar lo que el Papa escribió a los obispos de los EEUU: en medio de la desolación y de la confusión, la única fuerza regeneradora es la de la comunión vivida, una comunión referida al Evangelio y a la Tradición milenaria de la Iglesia. En estos días es más necesario que nunca entender que no podemos vivir la fe fuera del hogar de la Iglesia, un hogar en el que también mora gente fragilísima y pecadora, incluso criminales, y en el que todos somos perdonados y llamados a la conversión
El camino de la Iglesia hoy, en medio de esta tormenta (con lo que tiene de verdad, amarga y purificadora, y de interesado montaje) consiste en que crezca un cuerpo unido en el que sus miembros se reconozcan pecadores y, al mismo tiempo, portadores de una novedad de vida gratuitamente recibida… ¡que el mundo necesita!, como recuerda Francisco en su Mensaje para la Cuaresma. Y si miramos la historia “comprobaremos que en los momentos más oscuros, el Señor se hace presente y abre caminos nuevos”. En recordar todo esto, contra viento y marea, consiste el oficio de Pedro: guiar la barca en medio de la tormenta.