El mundo y la eternidad

Para Eva, ya definitivamente en la luz

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José Luis Restán

Publicado el - Actualizado

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La muerte es una cosa seria, también para quienes tenemos la esperanza cierta de la resurrección. En los días más duros de la pandemia me impactó la confesión de un cardenal que mostraba su malestar frente a quienes afirman no tener ningún problema con su propia muerte, y añadía que no le convencían algunos cristianos que contraponen frívolamente el Paraíso a la supuesta vanidad de esta vida terrena. El gran cardenal Newman reconocía, con su realismo y humor británico, que no es cosa fácil abandonar el sólido muro de la realidad creada para encontrarnos, a través de la muerte, “al otro lado”.

Hace unos días Benedicto XVI emprendió un viaje inusitado a Alemania para dar un último abrazo a su hermano. Sin duda espera reencontrarse con él “al otro lado”, pero este abrazo en la historia, carnal y espiritual, no le sobraba al gran papa-teólogo. Ratzinger ha hablado mucho de lo que él denomina “el valle oscuro de la muerte”, ese tránsito misterioso que sólo podemos imaginar porque no sabemos concebirnos desgajados del propio cuerpo. Por eso el hombre Jesús, el Dios que se ha hecho carne y ha entrado en la historia atormentada de los hombres, lo ha querido recorrer primero, para que no tengamos que recorrerlo solos.

El cura rural de la inolvidable novela de Bernanos salió a la calle aturdido tras el diagnóstico que anunciaba su próxima muerte, y entonces comprendió cuánto había amado la vida, y recordó precipitadamente los olores y los paisajes de la niñez. Su apego a la belleza de este mundo no estaba reñido con su confesión final: “ya todo es gracia”. Porque la eternidad es el cumplimiento de la esperanza surgida en nuestro camino en esta tierra. Benedicto XVI nos recuerda que la Pascua ha introducido una luz que no se apaga en el valle oscuro de cada una de nuestras muertes, y observa que cuando caemos, no lo hacemos en el vacío sino en las manos taladradas, ya gloriosas, del crucificado y resucitado.

Un gran pensador agnóstico, Theodor Adorno, reconocía que sólo la resurrección podría hacer justicia a la vida de un hombre, con todas sus esperanzas, sus heridas y fracasos sellados por la muerte. Para él, sin embargo, esa hipótesis (deseada y necesaria) era inverosímil. El cristianismo no bromea con la muerte sino que abre su materia, dura y opaca, con la luz de una Presencia cuya victoria se puede reconocer ya en esta orilla.