Apremia combatir y extirpar la corrupción, que es en sí misma un proceso de muerte ? editorial Ecclesia

Apremia combatir y extirpar la corrupción, que es en sí misma un proceso de muerte – editorial Ecclesia

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Apremia combatir y extirpar la corrupción, que es en sí misma un proceso de muerte

El insoportable hedor de la corrupción ha salpicado y convulsionado, una vez más, la vida pública española en las últimas semanas y lo ha hecho en sus cuatro puntos cardinales y ?nunca mejor dicho- a diestra y a siniestra. La situación empieza a ser límite, tanto en sí misma, cuanto en relación a los heridos que la crisis económica sigue dejando, desvalidos, en el camino, como ha puesto de manifestó el último Informe FOESSA-Cáritas (ver páginas 12 y 13). Y es que si siempre la corrupción es una desvergüenza, un delito y una indignidad, lo es aún más cuando casi doce millones de españoles viven técnicamente en exclusión social, y de ellos, cinco millones en exclusión severa.

El jueves 23 de octubre, el Papa recibió a una delegación de la Asociación Internacional de Derecho Penal. En su extraordinario discurso, que glosamos la pasada semana y que en la próxima publicaremos íntegramente, Francisco denuncia, entre las formas de criminalidad organizada, a la corrupción, a la que definió como "un proceso de muerte en sí misma, un mal más grande que el pecado, un mal que más que perdonar hay que curar".

La corrupción, sí, es un mal endemoniado, reflejo de los siete pecados capitales, gravísima vulneración, al menos, de tres mandamientos de la Ley de Dios, atentado asimismo contra la ley natural y la ley positiva, engaño y estafa a los ciudadanos, gangrena y cáncer de los sistemas políticos ?más aún, de la democracia- e instrumento perverso que cercena la justicia y agiganta la desigualdad social.

¿Qué hacer, cómo combatir, entonces, la corrupción? Pensamos, en primer lugar, que es imprescindible revisar las leyes vigentes para endurecerlas e intensificar todos los mecanismos de inspección, investigación y actuación policial y judicial para detectarla, denunciarla y llevarla a los tribunales. En este sentido, no puede darse, ni por asomo, la mínima apariencia de connivencia o amparo hacia ella. Políticos, policías, jueces y la misma opinión pública ha de ser, radicalmente, beligerante hacia ella.

Por ello, resulta apremiante fortalecer la auténtica independencia del poder judicial, dotándolo de más medios técnicos y humanos para que pueda realizar su trabajo con celeridad, con las suficientes garantías jurídicas y procesales para todos ?también para las víctimas directas o indirectas de los desmanes-, con agilidad, equidad y sin sombras de contaminación ideológica o partidista. La lentitud en los procesos judiciales sobre cualquier delito, y de una manera especialmente sensible en los delitos de corrupción, exaspera a la ciudadanía, la sume en la desconfianza y es terreno abonado para los populismos?

Los autores y cómplices de delitos de corrupción no solo han de ser apartados de la vida pública, sino también penados severa y ejemplarmente. Es preciso asimismo garantizar la devolución de sus sustracciones y enriquecimientos indebidos. Y esto no solo por lo que demanda la misma justicia, sino también porque lo reclaman, y con toda la razón, los damnificados por la crisis, las injusticias y las desigualdades sociales, que encuentran también en los delitos de corrupción algunas de las causas de sus males.

La corrupción política ha de ser combatida también políticamente. De lo contrario, los partidos políticos, sindicatos, instituciones y organizaciones sociales infectados por ella, corren el serio riesgo, además del actual descrédito que tanto los vapulea, de la autoaniquilación y desaparición. La corrupción ?decíamos antes- atenta y amenaza a la democracia. Y las autoridades y los representantes políticos no pueden mirar hacia otro lado. Se impone el saneamiento de sus estructuras, la auténtica tolerancia cero frente a los corruptos ?sean quienes sean, caiga quien caiga?-, la implementación de sistemas efectivos de transparencia y honestidad administrativa, la revisión de sus fuentes de financiación y la depuración de responsabilidades, no solo penales, sino también políticas.

Por último, la desvergüenza de la corrupción política y pública ha podido acarrear asimismo efectos colaterales de contagio entre la ciudadanía, en mayor o en menor medida. La ejemplaridad, tan justamente exigible hacia quienes ejercen cargos de responsabilidad pública, no solo queda vilipendiada y destrozada con la corrupción, sino que, asimismo, puede corromper a los demás. Dicho de otra manera: la corrupción, "proceso de muerte", es en sí misma corruptora, corrosiva y destructora. Y, por ello, no podemos permitir tampoco que destruya ?aún más?- el tejido moral de nuestra maltrecha sociedad. Combatir y extirpar, pues, la corrupción es un deber prioritario, apremiante y de capital transcendencia.