Del Concilio Vaticano II a la Nueva Evangelización, por Eugenio Nasarre en Páginas Digital (11-10-2012)
Madrid - Publicado el - Actualizado
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He vuelto a leer, cincuenta años después, el discurso con el que el Papa Juan XXIII abría el Concilio Vaticano II en la solemne ceremonia de su inauguración. Lo he leído con un punto de emoción, pues pertenezco a una generación que, en cuanto cristianos, ha estado profundamente marcada por el Concilio que vivimos de jóvenes. Nuestra andadura -la de quienes desde dentro hemos seguido las vicisitudes de la Iglesia y de su presencia en el mundo en este medio siglo, pero también, aunque de otra manera, la de quienes, alejándose de ella, tomaron otros derroteros vitales- no podría entenderse cabalmente sin la huella que dejó en nosotros el Concilio.
Todavía recuerdo las imágenes, en aquellas incipientes televisiones en blanco y negro, de la basílica de San Pedro convertida en aula conciliar, en la que se congregaban los dos mil quinientos prelados venidos de casi todo el mundo, porque todavía -persistía la guerra fría- había regímenes que aplastaban la libertad religiosa. El musicólogo Federico Sopeña comentaba, en una crónica que leída hoy resulta deliciosa, la estética musical de la ceremonia religiosa. En la historia de la Iglesia el arte ha acompañado siempre a la buena liturgia.
Juan XXIII expresó en su discurso el aliento con que el ponía en marcha el Concilio. Me quedo con tres de sus planteamientos. El primero, casi al comienzo de su alocución, es el severo enjuiciamiento de los "profetas de calamidades", "que se comportan como si nada hubieran aprendido de la historia", que les conduce a una visión de simple condena y rechazo de los tiempos en los que les ha tocado vivir. Cincuenta años después me atrevo a decir que los "profetas de calamidades" no deben ser nuestra guía; nos equivocaríamos si lo fueran, aunque el realismo cristiano nos debe hacer estar con los pies en la tierra y saber escrutar los signos de nuestros tiempos.
El segundo, cuando señala que "el supremo interés del Concilio es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz", para añadir que "constituye una riqueza abierta a todos los hombres de buena voluntad". Conservar ese depósito "sin atenuaciones ni deformaciones" -recalca- y ofrecerlo y hacerlo comprender como riqueza humanizadora a los hombres de buena voluntad es la tarea que proponía el buen Papa Juan y que enlaza perfectamente, es la médula, de lo que ahora venimos llamando "nueva evangelización". La clave de esta actitud es que el cristiano, alejado de los "profetas de calamidades", sea capaz de convencerse él mismo que la propuesta cristiana es una "riqueza" para el mundo y así entablar un diálogo de apertura y oferta, a la manera en la que lo hizo el Maestro, con los demás hombres de nuestro tiempo.
El tercero de los planteamientos es el que se refiere a la actitud ante los errores y las "doctrinas falaces". Juan XXIII reconoce que estamos rodeados de ellos: el siglo XX no fue parco en elaborarlas y lograr la fascinación de muchas gentes hacia ellas. Pero nos formula una indicación. Lo dice así: "la Esposa de Cristo prefiere usar la medicina de la misericordia más que la de la severidad. Ella quiere venir al encuentro de las necesidades actuales, mostrando la validez de su doctrina más bien que renovando condenas". Hay en este planteamiento un razonable optimismo: la fuerza persuasiva de la verdad, capaz de abrirse paso por los frutos buenos que produce y que el ser humano acaba de desvelar.
A partir de hoy no estaría mal que nos propusiéramos una lectura de los textos conciliares cincuenta años después, con la perspectiva de las vicisitudes vividas por la Iglesia y el mundo en este medio siglo. ¿No sería enriquecedora? ¿No nos proporcionaría claves de reflexión, a la luz de esta triple perspectiva, que me he permitido subrayar en el discurso de Juan XXIII aquel 11 de octubre de 1962?