El derecho a ser felices

El derecho a ser felices

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

5 min lectura

Cada persona está hecho para ser feliz. Todos los seres humanos tenemos derecho a ser felices en esta vida. Por tanto, esa sed de felicidad es legítima en toda existencia, por insignificante que nos parezca. Conscientes de que la búsqueda del bienestar es un objetivo humano fundamental, Naciones Unidas decide proclamar el veinte de marzo como día internacional de la felicidad. Ciertamente, vivimos tiempos de dificultades que merecen una reflexión honda y profunda, en parte por conductas indeseables que ocupan la cúspide del poder. Y aunque la felicidad va más allá del progreso económico, hemos de reconocer que cada día es más difícil ponerse en el camino de un orden justo, porque las mismas sociedades se han vuelto excluyentes.

Desde luego, tenemos que reinventarnos un nuevo modelo de desarrollo más equitativo y solidario. Reconozcamos que, hoy por hoy, es más fácil dedicar todo el dinero del mundo en bombardeos e invasión a países, en derroches innecesarios, que en erradicar la pobreza. Como el mundo cada día es más desigual y pobre, y considerando que el sentimiento de tranquilidad ciudadana depende en parte de la tranquilidad de los otros con quienes estemos conectados, hemos de concluir diciendo que la felicidad, en un mundo globalizado como el actual, podría considerarse como algo colectivo de complicado contagio.

Evidentemente, si nuestro semejante vive en condiciones indignas y sin esperanza de un futuro mejor, es imposible que el planeta avance bajo este clima de injusticias. El mundo necesita con urgencia globalizar la justicia y humanizar la globalización. Conforme avanza este proceso de integración de pueblos y de sus economías, debemos centrarnos en dar satisfacción a sus necesidades básicas. No podemos permanecer indiferentes ante unos mercados caprichosos, que castigan a los que menos tienen y premian a los que más tienen. Mientras la humanización del proceso de globalización no se produzca, la superación de la pobreza va a ser un amor imposible. Debemos darle una dimensión humanista a las relaciones entre los países, reconociendo el derecho de todos a ser felices y a que se reconozca este objetivo social en todas las políticas públicas.

Sabemos que la verdadera felicidad no reside en el bienestar de algunos, ni tampoco en el poder de otros, sino más bien en ese compartir con los demás, en esa autorrealización defendida por Aristóteles. Es como una condición interna de júbilo, pero para ello tiene que darse un ambiente de sosiego social. Lo que se ha dado en llamar la sociedad del bienestar en los años ochenta, precisamente lo que pretende es conseguir una mínima calidad de vida para todos los ciudadanos. Con las cuotas tan altas que tiene el mundo de paro, no cabe hablar de avances, sino de retrocesos. La felicidad justamente empieza a divisarse cuando el pleno empleo es una realidad. Se acrecienta aún más esa desdicha, cuando la inseguridad o la falta de educación pública y gratuita o la misma política social no existe.

Si el saber es una parte considerable de la felicidad, el sentirse útil y respaldado socialmente es cómo no sentirse perdido en este mundo de lobos. Todos sabemos que hay situaciones de inmensa necesidad, con las que sí se puede hacer algo y debemos hacer algo. Tenemos que crear una atmósfera familiar, donde todos trabajemos juntos para acabar con el derroche de alimentos y consumirlos responsablemente. Hay que poner fin al hambre, y como en una familia, estar dispuestos a entenderse. Por ello, a mi juicio, la humanidad tiene que pensar más en desplegar energías de apoyo incondicional a los que menos tienen.

Tenemos que reivindicar, pues, el derecho a ser felices, que no es otra cosa que poder desarrollar nuestras facultades en un verdadero estado de armonía. Y lo tenemos que reclamar porque ese bienestar no va a depender sólo de nosotros, de lo valiente que uno sea, de nuestra sagacidad, sino del mismo ambiente que respiramos, de los mismo poderes que nos circundan, de las mismas oportunidades que nos motivan. La idea aristotélica de que "sólo hay felicidad donde hay virtud y esfuerzo serio, pues la vida no es un juego", puede ayudarnos a discernir la clave de este lícito sentimiento que nos mantiene vivos.

Por desgracia, el riego de convertir al ser humano en una mercancía ahí está, como la tentación de buscar la riqueza de unos pocos en lugar de la felicidad de todos. Pienso que debemos crear una sociedad armonizada en la solidaridad y en promover el bienestar de todos. El poder que es incapaz de garantizar la mayor felicidad a todas las personas, no merece la pena su existencia. Lo más importante son las personas y su bienestar. Hay un deber, y es el deber de auxilio, de vivir para los demás, y que es la mejor ley de felicidad. Pero el mundo no ha ido por esos caminos de servicio, de donación hacia los más débiles, lo que ha ocasionado dolor y miseria.

Necesariamente, nos merecemos los valores de la felicidad impresos en la propia vida a través de la conciencia moral. Este es el progreso que realmente vale la pena, sin el cual todos los demás progresos no serán auténticos. Cuando se pierde la moral o se relativiza también todo se derrumba, hasta la mismísima estructura social. Es la moral lo que realmente hace a uno sentirse bien. Por eso, a mi juicio, los tiempos actuales no acompañan hacia esa felicidad que todos buscamos y nos merecemos, por el hecho de haber abandonado el verdadero instrumento de prosperidad, que no radica en otro universo, nada más que en el factor moral. A poco que pensemos en nosotros, llegaremos a la conclusión además de que hay que ser virtuosamente buenos no para los demás, sino también para estar en armonía con nosotros mismos. Al fin y al cabo, no está la felicidad en vivir, sino en saber vivir en la bondad de una familia, la humana. Al parecer, lo de la dignidad, no estaba prevista en el plan de globalización para desgracia de todos. A los hechos me remito.

Víctor Corcoba Herrero/ Escritor

corcoba@telefonica.net

10 de marzo de 2013.-