Jornada del Migrante 2021: Una Iglesia que sale al encuentro, por Emilce Cuda
Madrid - Publicado el - Actualizado
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Los cuerpos valen (GS 14). La segunda persona de la trinidad los puso en valor al encarnarse. Nuestro Señor Jesucristo asume en cuerpo y alma la carne humana para rescatarla, sanarla y cuidarla, y encarga a su pueblo la tarea de sanarse y cuidarse en la común unidad. Ser parte de la Iglesia como cuerpo místico genera en los bautizados la conciencia comunitaria de que los cuerpos no son autosuficientes y necesitan de otros cuerpos para salvarse. Quienes creen en una sola Iglesia y confían en la unidad que conduce el Espíritu Santo para salvarse (GS 11), saben que la carne es principio de comunión, no de división. Con la alegría de ser hermanos en cuanto hijos de un único Dios (FT 279 ), la comunidad eclesial, organizada como un pueblo, sabe que nadie se salva solo. Las personas de fe saben que el cuidado que aportan los migrantes a la comunidad que los recibe es valioso en sentido espiritual y material.
Los cuerpos están siendo desvalorizados
Los cristianos, ante cualquier sistema económico ideologizado que presuponga la posibilidad de salvación prescindiendo de los cuerpos, tienen la misión eclesial de salir al encuentro una y otra vez para ponerlos en valor. No se trata de poder ni de ambición sino de misión evangélica, porque valorar y cuidar la creación es constitutivo de la prédica cristiana. Ante una economía de la devaluación, la prédica cristiana comunica una economía de la salvación. Jesuscristo pagó al precio de su sangre el rescate de la carne endeudada en cuerpo y alma. En su vida terrenal Jesús curó, limpió y resucitó personas en cuerpo y alma, y envió a sus discípulos a imitarlo dándoles el saber y el poder para hacerlo como un pueblo que discierne en cada época y lugar los signos de los tiempos, es decir, cómo y dónde está actuando Dios hoy en la historia (GS 11) .
La comunidad sabe y puede curar a la comunidad
La persona humana es tan vulnerable como poderosa, eso significa que sabe y puede enfermar al mundo tanto como, por la gracia, sabe y puede curarlo -como lo recuerdan las Catequesis Sociales del Papa Francisco. Mientras la fe es la virtud teologal que habilita a la persona humana para creer en Jesucristo -quien sabe y puede expulsar demonios para rescatarla-, la confianza es la virtud política que habilita a la comunidad -organizada como un pueblo-, para rescatar del sufrimiento injustificado a sus miembros y también, solidariamente, a quienes aún no están integrados. Las virtudes teologales son un don personal que se vive en la experiencia mística de salvación comunitaria (LS 149). Las virtudes teologales habilitan en el Pueblo de Dios, sin necesidad de mérito alguno por parte de la comunidad: la fuerza para creer en el rescate divino; la templanza para esperar activamente la salida; y la misericordia como amor social realizado en instituciones justas. Si se recibe gratuitamente la virtud teologal de amar ¿por qué exigir a cambio una prueba de amor para confiar en los migrantes, soñar juntos y decidir con ellos un destino común? Lo que se recibe gracias al sacrificio incruento de los sacramentos no puede ofrecerse sólo a cambio de crueles sacrificios.
El camino de la bienaventuranza lo andamos juntos
De acuerdo con el principio de fe en la creación, los bienes creados, y los bienes desarrollados tecnológicamente a partir de lo creado con el trabajo colaborativo de generaciones y pueblos, son de uso común. Caminamos en un mundo creado por Dios y co-creado por trabajadores, por eso lo llamamos casa común. Trabajo es creatividad y colaboración. Sin embargo, a muchos se les niega el derecho a la propiedad que genera el trabajo digno, y emprenden el camino del exilio, un momento de desarraigo pero también de esperanza para quienes buscan tiendas abiertas y relaciones laborales justas. Sin embargo, cuando llegan a destino se encuentran con la falsa mística comunitaria (FT 28) del crimen organizado que se alimenta del trabajo desorganizado, y de la fantasía de microemprendimiento y autogestión. Si salimos a las periferias existenciales veremos, oiremos y tocaremos cuerpos que nos comunican su riqueza personal y cultural, pero también su hambre y sed de justicia. No es justo apropiarse de esa riqueza cultural y productiva sin ofrecer nada a cambio. La prédica cristiana promueve el inter-cambio no la apropiación salvaje que se refleja en los cuerpos explotados comercialmente, descartados culturalmente e ignorados espiritualmente. Discernir de manera evangélica lo que se ha visto, oído y tocado permite percibir que esa situación agónica no es casual. Los trabajadores desocupados migrantes, y los refugiados por causas políticas o ambientales son personas que han sido movilizadas, ilusionadas, esclavizadas, sacrificadas y contagiadas por las muchas pandemias sociales. La comunidad receptora, aterrada y encerrada como los prisioneros del mito platónico de la caverna, confundiendo las sombras de un mundo cerrado (FT cap. I) -las cuales se les proyecta como si fueran reales-, terminan suponiendo en los migrantes la falta de saber y la amenaza al haber. Esa duda infundada inhabilita el poder de sanar y cuidar que da la gracia.
Poner en valor los cuerpos es salir y dar testimonio concreto de haber sido tocados, sanados y salvados por Jesucristo
Eso implica cruzar fronteras discursivas, vencer temores imaginarios y tender puentes firmes para que los bienes materiales y espirituales transiten seguros entre el centro y la periferia. El amor cercano y concreto se practica con tacto, se siente en el cuerpo, es ternura (FT 184 ). La verdad aparece en el contacto cuidadoso entre los cuerpos como testimonio concreto de fe en Dios, y como confianza en que la comunidad sabe y puede sanar la peste que amenaza la dignidad humana de los migrantes, garantizandoles institucionalmente tierra, techo y trabajo y tecnología.
Por Emilce Cuda