Locos por Cristo

Una reflexión sobre la simulación de la 'Última de Cena' de Leonardo da Vinci

Locos por Cristo

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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La muerte del Dios de Jesucristo es paralela a la marcha triunfal de la ideología. En la inauguración de los Juegos Olímpicos de París se produjo una simulación de la 'Última de Cena' de Leonardo da Vinci con un drag queen en el sitio de Cristo. La grotesca y blasfema escena repugna cualquier buen gusto y manifiesta aquello en lo que se convierte un hombre y un mundo sin Dios, ofreciendo un cariz demoniaco y haciendo vigente el “seréis como dioses” descrito en las primeras páginas de la Biblia.

Con cáustico sarcasmo escarneció Voltaire todas las cosas sagradas para el hombre. En carta a d’Alembert decía: “Con el ridículo todo se corrompe, y ésta es mi arma más poderosa”. De tal arma se sirven los franceses ahora, blandiendo de inconmensurable grosería la escenificación de la sátira grotesca y la burla, una vez más, hacia los cristianos, como si nada deseasen más que aquello que les pueda abofetear y martirizar su idolatrado mundo en el que con placer nauseabundo se regocijan en su propio lodazal.

Todo estaba premeditado, como si una estrategia cristofóbica persecutoria y penitenciaria estuviera en juego y debiera contemplarse en todo el mundo; sin más límites a la libertad que los impuestos por quienes pretenden el hostigamiento hacia el cristianismo provocado por la dominación y la crueldad de un poder que humilla pero ignora estar recogiendo sus propias miserias para eternizar la tragedia de las consecuencias de un hombre alejado de Dios. Mancillar gratuitamente al cristianismo, sin piedad alguna, se ha convertido en el principal de los objetivos de ciertos “lobbies” privados de toda moralidad, arremetiendo con violencia ideológica desde su propia deformidad cualquier alternativa a su miserable visión del mundo.

“Pasión y locura se han mantenido cerca una de la otra. La posibilidad de la locura se ofrece en el hecho mismo de la pasión”. En todos los tiempos, vendría a decir el pensador francés Michel Foucault, hubo personas “marginales”, que escapan a las reglas comunes. Son individuos castigados por una gran pasión. Las pasiones pueden provocar movimientos en el ser humano que lo excitan y lleven a obsesiones, incluso a un estado de locura. No puedo dejar de pensar en quienes las aspiraciones evangelizadoras terminaron por convertirse paradójicamente en los crímenes más abyectos, como es el sufrimiento de los inocentes, como si a determinadas personas con alguna ascendencia les estuviese permitido cometer crímenes necesarios porque son ellos los que empujan al mundo hacia un futuro mejor.

Pero igualmente no es tolerable el pertinaz abuso proveniente de almas mediocres empeñadas en deformar la imagen de la Iglesia, avergonzando la humildad de tantas vidas que se sacrifican a diario por amor a Dios y al prójimo. A fuerza de ser importuno y molesto, un cristiano en la actualidad debe comportarse de un modo “ridículo” o negará a Cristo; ser risible antes que callar delante del espectáculo vejador e infame, irreverente y obsceno al que nos somete el mundo; débiles hasta el extremo, pero seguros de Aquél en quien encontramos nuestra fuerza; convertidos en objeto eterno de escarnio a los ojos de todos, pero dispuestos a dar la cara por Cristo para no ser negados por él.

No hay que callar, como pretendía Erasmo, al decir que los apóstoles vivieran alejados de cualquier preocupación, mudos ante la sabiduría de este mundo. Al contrario, ante tanto atropello, aunque seamos encarcelados como lo fueron los propios apóstoles, o acabemos internados en un una clínica suiza como le ocurre al príncipe Mishkin en El Idiota de Dostoievski, o nos traten como quijotes que sólo merecen el desprecio y la mofa del mundo, “hemos venido a ser necios por amor a Cristo”, queremos ser respetados ante cualquier cinismo y dominación, aunque tengamos que soportar las humillaciones de quienes pretenden nuestro arrinconamiento y ante las que nuestra respuesta, lejos de parecer otra, será la locura del amor, la más parecida al destino terrenal de Cristo: un fracaso a los ojos del mundo, pero necesario, porque “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto”.

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