Los pájaros y los lirios del Vía Crucis
"¿Quién de vosotros, por mucho que se preocupe, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida?"
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El dolor existe. Y la muerte. Casi siempre, la mayor parte de nuestra vida pasa felizmente ajena al dolor y la muerte. Pasa como los felices días de Jesús por Galilea, en los que poder contemplar los pájaros del aire y los lirios del campo que representan la alegría religiosa, una valoración de que hay un hoy. Un hoy lleno de belleza y cuidado por la Providencia Divina para cada uno de nosotros: “Mirad los pájaros del cielo: ellos no siembran ni cosechan, ni acumulan en graneros, y sin embargo, vuestro Padre celestial los alimenta. ¿No valéis vosotros acaso más que ellos?” Y frente a la angustia innecesaria Jesús nos recuerda: “No os inquietéis entonces, diciendo: «¿Qué comeremos, ¿qué beberemos, o con qué nos vestiremos?... El Padre que está en el cielo sabe bien lo que vosotros necesitáis”. El Señor nos pide en nuestros días felices y cotidianos vivir prestando atención a las tareas de cada día porque son un regalo. “Cada día tendrá su afán” – nos recuerda. Y el don y el pan de cada día que hemos recibido de Él, a Él se lo devolvemos ofreciéndole nuestras alegrías, preocupaciones y afanes. Y podemos pasar la vida en comunión gozosa con él y la creación.
Pero el dolor existe. Y la muerte. Y llegan. ¿Quién de vosotros, por mucho que se preocupe, puede añadir un solo instante al tiempo de su vida?
Y entonces cabe esconderse. Cabe maldecir al Dios que permitió acabar con los buenos tiempos. Cabe ansiar la posibilidad de que el hombre como un semidios se erija en dueño último de su vida y busque la inmortalidad. ¿Por qué si este mundo es tan lleno de gracia existe el mal? ¿tanto mal?, ¿tanto daño?, ¿tanta muerte? ¿No debería corregir el ser humano este error? ¿No debería erigirse el hombre en el sanador de los errores de la vida, en el curador de la muerte? ¿Para qué un Dios si yo sufro y luego muero?, ¿era todo mentira?
Incluso Jesús siente “una tristeza de muerte. Quedaos aquí conmigo y permaneced despiertos» - le pide a sus amigos al tiempo que al Padre le suplica «si es posible, que este cáliz se aleje de mí” – pues el Señor sabe bien lo que es ese dolor que viene y con él, el fin del afán de cada día - “Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que quieres tú.” – termina su oración y acepta su destino, el que relata el Evangelio de San Mateo (27, 33 -36): “Cuando llegaron al lugar llamado Gólgota (que quiere decir «La Calavera»), le dieron a beber vino mezclado con hiel; él lo probó, pero no quiso beberlo. Después de crucificarlo, se repartieron su ropa echándola a suertes y luego se sentaron a custodiarlo”
Jesús fue despojado de sus ropas. Las ropas nos indican quienes somos. Ser desnudado es quitarte lo que te hacer ser alguien en la sociedad. Y no tener derecho a traje es ser un “descartado”. Y sus ropas fueron custodiadas y luego repartidas. Como tantas veces los bienes del mundo son despojados de los pobres y repartidos entre los poderosos que los “custodian” para luego repartírselos.
La Naturaleza es una Custodia de Dios, y nosotros podemos ser los custodios de la Naturaleza, los Custodios de la Custodia de Dios, de sus ropajes externos a través de los cuales percibimos Su grandeza, Su esplendor. “Mirad los lirios del campo, cómo crecen no se fatigan ni hilan. Yo os aseguro que ni Salomón, en el esplendor de su gloria, se vistió como uno de ellos. Si Dios viste así la hierba de los campos, que hoy existe y mañana será echada al fuego, ¡cuánto más hará por vosotros, hombres de poca fe! Y el mismo Dios permitió ser despojado de su rango, de su significado. Jesús quedó como Adán en el paraíso, desnudo. Entonces Adán sintió vergüenza porque ya no estaba en la presencia del Padre. Pero Jesús nos abre de nuevo las puertas de paraíso desde la posición humana en la que el pecado las cierra, y nos abre la posibilidad de trabajar de nuevo para recuperar el “esplendor del Padre” del que se vistieron las cosas en el primer Edén.
En este vía crucis que Jesús recorrió en aquel momento, y que nosotros hemos recordado esta Semana Santa se halla la respuesta al misterio de la muerte y del dolor, no en el sentido de entenderlos plenamente, sino de comprender que forma parte de nuestro camino, de un camino que solo entenderemos completamente cuando lo hayamos cumplido, pero que tiene dos esperanzas ciertas. Que el Padre y Jesús nos esperan tras él para darnos no la inmortalidad humana sino la eternidad, esa que de verdad ansiamos, hecha a la medida de nuestro corazón insaciable, pues “ni ojo vio, ni oído oyó, ni por mente humana han pasado las cosas que Dios ha preparado para los que lo aman”. Y que ese camino lo ha recorrido ya Jesús para que ahora nosotros, en nuestro dolor, en nuestra enfermedad o el final de nuestros días lo recorramos con dolor sí, pero con esperanza; con soledad, pues nadie quita el sufrimiento, pero acompañados, pues en Cristo que ha caminado ya el Vía Crucis, y que ha resucitado, y en la Iglesia que ha brotado de su costado en este tránsito, algunos hemos podido encontrar la compañía, la certeza y la esperanza necesarias para saber que al igual que tras la noche llega el día y tras el invierno la primavera, tras la muerte llega la eternidad, como pudimos intuir cuando contemplábamos absortos los pájaros del cielo y los lirios del campo.
Aquel primer Domingo de resurrección de la historia de la humanidad, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada. (…) “Miró hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Entonces él le dijo: "Mujer, ¿por qué estás llorando? ¿A quién buscas?" Ella, creyendo que era el jardinero, le respondió: "Señor, si tú te lo llevaste, dime dónde lo has puesto". Jesús le dijo: "¡María!" Ella se volvió y exclamó: "¡Rabbuní!", (Juan 20, 14-16). Siempre me ha conmovido que la primera persona que vio a Jesús resucitado lo confundiera con un “jardinero al mirar atrás”. La vida, nuestra vida, es un maravilloso misterio. Y como María Magdalena, también nosotros podemos al mirar en nuestra vida percibir que el Jardinero del Edén no sólo ha sembrado y labrado en nosotros un camino, sino que, tras poner su semilla, nos ha custodiado para que pudiéramos llegar a dar frutos. Y esa semilla que Cristo dejó en nuestro corazón es la vocación de ser custodios de sus ropajes, tejidos con amoroso cuidado de pobres, lirios y pájaros. ¡Ojalá cuando alguien mire atrás en nuestra vida también nos confunda con el jardinero que cuida de esas vestiduras que el resucitado nos dejó! Igual le estará viendo a Él.