"Un tesoro que no podemos arrebatarle a las nuevas generaciones"

"Un tesoro que no podemos arrebatarle a las nuevas generaciones"

Redacción digital

Madrid - Publicado el - Actualizado

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Con estas palabras, el papa Benedicto XVI, en el Encuentro Mundial de las Familias de Valencia, quiso recordar a los ancianos como "el verdadero tesoro para la Iglesia y la sociedad".

No es casualidad que la misma reflexión que titula este artículo fuera "rescatada" en el último mensaje de los obispos a propósito de la fiesta de la Sagrada Familia, celebrada cada 27 de diciembre.

En tiempos de incertidumbre, donde se acude con entusiasmo a revisionar los fundamentos que vertebran nuestra comunidad, sigue siendo llamativo -aunque no novedoso- la contradicción entre aquellos que han convertido en la piedra angular de su discurso "la calidad de vida" -tótem del "estado de bienestar"- y los mismos que propician y respaldan un marco legal donde el valor de la vida per se queda totalmente en entredicho.

Este doble rasero, esta ambigüedad a la hora de interpretar "lo que es bueno" para el hombre, era señalado hace unas semanas por Gregorio Luri y parece más pertinente que nunca dadas las consecuencias que traerá consigo la Ley de la Eutanasia.

Ante los desafíos de nuestro tiempo, recordar la memoria encarnada que suponen nuestros mayores no debe presentarse como una batalla dialéctica a la que nos acostumbran las rencillas del ágora vaciada; donde nos arrojamos opiniones que cuelgan de una tendencia en vez de narrar la realidad del bien que es el otro para nuestra propia historia.

"En la tradición de la Iglesia hay todo un bagaje de sabiduría que siempre ha sido la base de una cultura de cercanía a los ancianos, una disposición al acompañamiento afectuoso y solidario en la parte final de la vida", señala el mensaje de los obispos.

La Iglesia ha de seguir con su labor de dar a conocer, en los distintos espacios de diálogo que pueda establecer con sus coetáneos, el fruto que deja tras de sí el encuentro con la Palabra Viva porque, a fin de cuentas, el Dios que nos convoca a dar la vida con sentido y plenitud, es un Dios de vivos y no de muertos.

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