Funeral fundido a negro
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Decenas de miles de personas han fallecido en España en los últimos meses asfixiadas por un inmisericorde virus que ha truncado demasiadas vidas. Muchos de ellos murieron completamente solos, sin el apoyo de sus familias, sin poder siquiera ser velados, enterrados o incinerados prácticamente en soledad, sin ni siquiera poder recibir un responso. Les debíamos una despedida, una oración, la visibilización de la compañía de todos. Ayer pudimos hacerlo en La Almudena.
Un funeral histórico con muchos momentos para el recuerdo. Por razones obvias, me quedo con esa intervención emocionada de Mons. Gil Tamayo casi al final, ante la Virgen patrona de Madrid. Una oración que brotaba del corazón y la experiencia propia de haber luchado con fuerzas contra esta enfermedad en el hospital durante más de un mes. Tiempo suficiente para pensar, como ha confesado en alguna ocasión, que podría llegar a morir, pero a la vez sentir la paz y el consuelo de que estaba en manos de Dios y de los grandes profesionales sanitarios. Verlo ayer rezar conmovido ante la Virgen me removió tantos sentimientos de aquel infausto mes, en el que vivimos en su diócesis la angustia y el temor, la preocupación y el dolor, el sobresalto cada vez que sonaba un teléfono a horas intempestivas por las noticias que podían llegar. Una experiencia de cercanía con nuestro Pastor que recordaremos siempre, y que nos ha unido aún más a él.
Como él, han sido muchos cuantos han sufrido las desgarradoras consecuencias de esta dura enfermedad. Y muchos quienes no han podido superarlas. Estar al lado de todos ellos, y al lado también de todos esos héroes anónimos ("santos de la puerta de al lado"), era una cuestión de justicia social.
Sin embargo, no todos lo ven igual. Por primera vez en la Historia, Televisión Española, la que se supone que es la televisión de todos, rechazó su retransmisión a nivel nacional. No pasó así cuando los atentados de Barcelona de hace no muchos años, o cuando sucedió el terrible accidente de tren en Galicia. Sin embargo, a día de hoy, sigo sin entender los motivos de Rosa María Mateo por querer obviar la realidad, de silenciar un homenaje por el mero hecho de ser católico.
Efectivamente, no era un funeral de Estado, aunque asistieran los Reyes. Nunca se ha denominado así oficialmente. Se cumplía así con esa pretensión tan cacareada en ocasiones de separar lo religioso de lo público en un Estado aconfesional (que no laico, repasen la Constitución) como el nuestro. Pero tampoco lo era el entierro de George Floyd (el ciudadano afroamericano que murió asfixiado a manos de la policía estadounidense), o la salida de los restos de Franco del Valle de los Caídos; hechos que sí fueron merecedores de un directo espectacular en la televisión pública. El problema son los complejos de la parrilla televisiva, ni más ni menos. Aunque el desprecio en este caso no se lo hacen a los católicos (se rezó por todos los fallecidos, fueran de la confesión que fueran), sino a los muertos del COVID. Y eso es aún más grave.
La no retransmisión de un funeral en TVE implica que el ente público ha negado este último momento de compañía y cercanía con las víctimas, únicamente por un prejuicio ideológico. Ha dejado de lado su obligación de servicio público, negando dicho servicio a una buena parte de la sociedad. Recordemos que la Misa de los domingos en La 2 disparaba su "share" durante el confinamiento hasta llegar a sextuplicar la audiencia, por lo que la demanda existe. Afortunadamente, el guante lo recogieron muy dignamente canales como TRECE o Telemadrid.
Entender así el principio de aconfesionalidad es no querer entender la necesaria neutralidad del Estado en cuestiones religiosas. Fundir a negro el funeral de ayer es una huida hacia adelante en pos de una mala entendida laicidad mediática y un complejo extraño que se ha llevado por delante el recuerdo a unas víctimas que no se lo merecen. Una mala decisión que, al igual que el propio funeral, también será histórica.