Nos sobran papistas y nos faltan samaritanos
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Siempre creí (y así lo expresé en este mismo espacio en anteriores post) que esta experiencia del COVID19 supondría un antes y un después en nuestras vidas. Lo sigo pensando. La cuestión ahora es saber discernir si este cambio será para bien … o para mal.
Cuando empezamos con las ‘balconadas’, los aplausos, las muestras de afecto por sanitarios, los gestos de solidaridad, muchos nos aventuramos a afirmar que eran signos de que la humanidad estaba dando ese giro que tanto necesitaba. Que empezábamos a ser conscientes de lo que realmente importaba en nuestras vidas, de las necesidades del que sufre. Lamentablemente, junto a esta realidad, las últimas semanas nos dejan un panorama más desalentador. Y una se pregunta si realmente estamos saliendo del problema o llegando a un punto social de no retorno.
Los últimos episodios vividos con la clase política dejan bien claro que nada ha cambiado en ese sentido. Tenemos más de 30 mil muertos (oficiales) encima de la mesa, y todavía hay quien se dedica a macarrismos fuera de lugar, salidas de tono e improperios faltos de sentido común y educación. Y duele, pero sobre todo es frustrante. Frustrante cuando tenemos a una sociedad completamente abatida, que ve cómo quienes deberían tenderles la mano para reconstruirnos, están tirando piedras y haciendo aún más grave la brecha abierta.
No es el momento. No es momento de guerracivilismos, de ajustar cuentas pendientes. No es momento de crispaciones, ni de azuzar comportamientos que se separan demasiado de lo que debería ser una reconstrucción. Las batallas de patio de colegio no tienen cabida en las ágoras públicas de nuestros representantes. Nunca deberían de haberlas tenido, pero ahora mucho menos. Cuando la concordia y la unidad deberían ser las máximas del comportamiento social, cuando el aunar esfuerzos y remar en la misma dirección nos sacaría de la corriente hacia la catarata, resulta que nos empezamos a golpear por el remo o por la forma de palear. Y siento no ser equidistante, pero aquí no se salvan ni los unos ni los otros: ni los que tienen responsabilidad gubernamental, ni quienes aún no teniéndola llevan consigo una responsabilidad ciudadana. Toda esta sinrazón nos aleja del objetivo que deberíamos tener preclaro: estar todos unidos para buscar el bien común de una sociedad dañada, golpeada por las dificultades sobrevenidas de la pandemia.
Y si estos comportamientos indignan, las faltas de unidad dentro de la propia Iglesia duelen. Nos sobran papistas y nos faltan samaritanos. Nos detenemos demasiado en discutir sobre la espuma del café. Nimiedades que no nos dejan llegar al fondo, que nos distraen de lo esencial, y que dañan nuestra familia. No es momento de grandes y sesudos debates teológicos, sino de ser esa Iglesia hospital de campaña por la que tantas veces clama el Papa. De ser consuelo y esperanza, alivio del que sufre. Más allá de otras consideraciones dogmáticas, en ese comportamiento también manifestamos a Crsito, también mostramos comunión con Él.
Siempre creí que esta pandemia nos ayudaría a ser mejores personas. A veces, viendo lo que ocurre a nuestro alrededor, viendo determinadas actitudes extremistas e incendiarias, empiezo a dudarlo. De nosotros depende que todo lo vivido nos sirva para crecer y evolucionar. Sólo así todo lo vivido habrá merecido realmente la pena.